sábado, 23 de noviembre de 2013

¿Todavía me quieres?

Las manos recorren la espalda desnuda, abierta como un páramo infinito, cálido, tierno; ella deja escapar un sollozo adormitado, gira su cuerpo en dirección de las caricias, besa las manos con delicada vehemencia y vuelve a dormir. 

Las tizones de la leña crepitan en la humedad de la costa, ambos observan lo último de las brasas consumirse con solemne paciencia, calculan indiferentes la cantidad de agua, la cantidad de tortillas, el tiempo para que se apague el comal y se enfríe el café —Ya se juntó Dany — dice ella como si no importara, como si fuera cualquier cosa que el último de sus hijos los haya abandonado; él desvía la mirada del fuego un momento, corre los hombros hacia atrás como un gesto de disculpa, no porque  sintiera la deuda de la culpa sino porque era la costumbre que movía mecánicamente sus brazos, observó el vacío un momento, la oscuridad que cubría casi todo el cuarto de lámina, dejó que la incertidumbre del silencio inundara con parsimonia el cuarto, su mirada se encontró con la de ella, dos pares de ojos cubiertos por una capa vidriosa, apreciaron la justa condesendencia que se abría paso entre las arrugas de ambos, dos cuerpos, dos miradas encontradas en la tristeza de la soledad. — A ver qué tal — dijo él en un ronquido que parecía ser su voz en la lejanía de la carretera, un camión de caña interrumpió el ambiente y las miradas regresaron penitentes al fuego crepitante. 

La música salía estrepitosa de las bocinas, como una escupida ácida que se estrellaba en las mejillas y se deslizaba hasta las orejas, llevaban varias horas discutiendo, el calor del motor que los sumergía aún más en la ira los sofocaba, — bajále a la velocidad que igual ya vamos tarde — dijo ella, él respondió con un crujir de dientes, una pacífica protesta ante la queja, ya hacia unas cuantas horas que habían pasado el peaje, decidieron ser cómplices en la vergüenza de estar perdidos en la costa, la antipática velocidad aumentaba con las emociones que contraían los pechos entusiasmados por la fiesta, ambos afirman que nunca vieron tantas estrellas en el cielo como en esa noche de verano, ambos abrazaban el firmamento en silencio acompañados en su desafiante soledad, ambos encontraron las miradas ajenas llenas de terror cuando sintieron estremecer el metal del auto. Pánico, gritos, lágrimas, miedo, euforia, todo era una hermosa mezcla de reiterada repugnancia, escucharon el coro desesperante de los pájaros, un camión en el carril paralelo, encendieron el motor que había rebotado como una ola de mar en el cuerpo de la mujer que yacía ensangrentada e inerte en el pavimento, el chirrido de llantas ahuyentó a la parvada que cantaba unísona al viento, las luces rojas matizaban el crimen que dejaban atrás en la oscuridad que reinaba la autopista, volvieron a observar el cielo, ya no habían estrellas que brillaran esa noche. 

No habían lágrimas que derramar, no existía el espacio para que la debilidad visitara los cuerpos que se lamentaban a un lado de la caja, la mirada indocil recorría el ataúd que reflejaba la luz hermosa de las candelas, trataba de adivinar la forma que tomaría la siguiente llama que alumbraba el cuarto de lámina. Ni alcohol ni tabaco, había decidido enfrentar a la muerte sin ninguna estupefacción que arriesgara tan solo un instante el recuerdo. — Métanme en la caja porque yo sin mi Georgina no me hayo, entiérrenme también porque qué voy a hacer sin ella — repetía como una burda oración, al pie de la caja, con el cuerpo cadavérico, el alma putrefacta, la mirada hundida en la penumbra, en la tristeza y el enojo, los cantos empezaron a coronar la imagen repetitiva de un velorio de pueblo, pensó en la muchacha hermosa y sumisa que conoció setenta años antes, las imágenes explotaban en la cabeza creando con violencia un caos inmensurable, le estallaban las sienes, agitaban tristemente la cabeza que todavía retenía unas pocas canas, afuera solo se sentía la asfixia del calor, inexplicablemente un viento recorrió el cuarto, apagó las velas. — Ahora sí sé la llevó — otra vez el ronquido seco se apoderaba del silencio, un sollozo fracturado estremeció los cuerpos de los fantasmas que dejaban sus condolencias junto a la silla que él ocupaba. Nadie nunca afirmó que tal sollozo haya existido. 

Acariciaba los sellos que el guardia del penal le puso con innecesaria fuerza, lentamente un color rojizo rodeaba las marcas negras de la tinta, no pudo evitar que una lágrima acariciara su mejilla blancuzca, escuchó el tronido seco de la puerta de metal, los pasos ruidosos parecían aumentar el dramatismo gracioso de la situación, él se sentó, con la mirada perdida, con la mirada llena de confusión y carisma, se sentó como protegiendo el cuerpo de la inmutable estocada que se dejaba venir, antes de que su boca se transformara en los invariables insultos que había prácticado en las noches anteriores, antes de que el brillo en sus ojos se apagara para siempre, pudo ver en la mirada de ella, burlona y complaciente, una ligera pena, un ligero arrepentimiento que amortiguaba la ira. Ella, irónica y desvaída tosió para prolongar el silencio, para evitar que él iniciara la plática, para ella obtener la última victoria que agazapaba en el odio albergado a un lado de sus costillas, extendió la mano a manera de disculpa, padeció pacientemente la espera de una escupida o de unos dedos cálidos, bramantes por un beso, por una caricia, fue lo segundo; con los ojos solemnes y humillados, apartando el odio y la tristeza  pudo al fin exhalar las palabras. — ¿Todavía me quieres? — Una silueta negra acompañaba a la pareja, un silencio tenebroso inundó el cuarto, ella apartó la mano y se echó a llorar. 

miércoles, 9 de octubre de 2013

El caballete

Sus pasos son impredecibles mientras se tambalea entre las esquinas, mareado por el sol, la conmoción, el deseo de llorar que repta por el pecho; las vueltas que llevan a ningún lugar se convierten en personas que ignoran su suplicio; se pregunta a dónde van esas manchas que caminan en el gris de las rue  y al mismo tiempo separa los cuerpos de las caras impúdicas ante la expresión suplicante de su anhelo, desarma a los pequeñas marionetas que se borran y se convierten en fantasmas que por un ínfimo instante cree conocer en esa espacialidad en la que el tiempo se congela y que por tan solo un hermoso momento forman parte de él, lo transforman y lo convierten en lo que el doctor dijo que se tiene que acostumbrar a ser.

Sabe que ha llegado porque todavía reconoce el sous les pavès la plague que acompaña el marco de su puerta, pintarrajeado en el olvido de una mano temerosa de los golpes despiadados de la política y la represión. Levanta las secciones de su cadáver vacío y transporta su podredumbre hasta la esquina donde la cama sostiene sus horas en las que vive del sueño y el tabaco, gira los ojos y observa la penumbra acompañada del desencanto, esa penumbra que invariablemente se apodera del cuarto y juguetea con los colores desvaídos que alternan su felicidad con el odio y la culpa. 

Desnuda los recuerdos del pecho que le carcomen la garganta y escupe un "madre, ¿por qué me abandonaste?": llora, grita, siente el calor del odio que le quema la boca y le hace estremecerse en los dedos. La memoria se fractura en las imágenes que se borran no solo en la mirada sino en el imaginario de sus hazañas sin cumplir, la grandeza a la que estaba destinada se desvanece en la ceguera que no puede controlar, esa ceguera que ahora es él, que se convierte en la nueva identidad que debe soportar y lo traslada a ese mundo que no le permitirá brillar.

Ahora acostado, con los pensamientos que relampaguean y se estrellan con la desilusión empieza a balbucear su nombre y apellido, primero el apellido y luego el nombre, Valenti, Carlos, Carlos Valenti, se construye y se destruye en esa catarsis que se adueña de sus sentidos embrutecidos, las frases hacen eco en el contorno de su ser ecléctico y desvariado, borracho de tristeza se levanta e imagina esa lejana que nunca formó parte de él, esa persona con la que pudo compartir sus alegrías y llantos, en la que desemboca el deseo confuso de un miembro masculino fuerte, o unos labios chorreántes que abren sus puertas para entregar placer. 

Sentado en su cama que sostiene su carcasa y explota su mente que lo acusa de no ser lo que debía, deja caer la mirada sobre el caballete que aun tiene su forma hermosa, tan hermosa como la primera vez que lo vio y se llenó de amor y ternura desatando su talento en el mar infinito de su imaginación. El caballete se perfila magnánimo ante la oscuridad que poco a poco se apodera de él, el caballete se ve cada vez más ajeno, más lejano, más pequeño, se convierte en una mancha que huye indolente con sus sueños de ser un gran pintor, la imagen distorsionada empieza a desvanecerse en su castigo, ahora es un verdugo que representa las ovaciones y los elogios que nunca escuchará, palpa el caballete, sabe que esta allí, pero también sabe que de alguna manera se ha ido, se ha ido para ya no volver. 

Vuelve a repetir su nombre hasta que las palabra pierden sentido, se hunde nuevamente en la catarsis que se alterna con el deseo de morir, deseo que debe cumplir para que su recuerdo se quede estático y crepitante en la grandeza intermitente de la memoria. Valenti, Carlos, Carlos Valenti, dos disparos. Fin




    

viernes, 27 de septiembre de 2013

Ya no te siento

Las sirenas ululan en la llenura de la calle y le hacen eco en el contorno de las orejas; parece que se estrellan con el cerumen acumulado en los tímpanos. Escucha los pasos apresurados de la gente en la avenida que dejan caer la tristeza en los talones, ella sabe que se dirigen a ese mundo que los hace olvidar sus penas insípidas e infladas, desvía la mirada hacia las batas blancas que le encandilan la mirada, la hipnotizan y le hacen perder el sentido de la nostalgia, examina las manchas de sangre seca en el piso mientras juega con el llavero que él se ganó en la feria; un recuerdo vago de sonrisa le invade el rostro bajo las arrugas y el cansancio pero el relámpago de la realidad la estrella con la silla y la devuelve a su soledad. 

El doctor la examina y le dice que inexplicablemente el cáncer regresó, trata de contener las lágrimas inexistentes y se acaricia el contorno de las cicatrices donde el sueño de los pechos solía estar, usurpa las palabras del médico con las plegarias que provienen de la capilla del hospital y se mimetizan con el aire de muerte que le quema la nariz, hace un gesto de asco mientras trata de construir el imaginario de la vida que alguna vez anheló tener. 

«Su marido ya viene por usted» escucha mientras se tambalea por los pasillos infinitos del hospital, largas caminatas que diluyen la desgracia y abrazan a la muerte tras los marcos sin puertas y las ventanas sin sol, todo reunido en la penumbra que crepita en los dolores de los corazones que pierden una parte cada que la vida se escapa hacia el recuerdo y el cuerpo se deja de mover. Sale por la puerta de la emergencia y siente el sol amarillo que le calienta los pómulos, el vómito le repta desde la panza y se detiene con delicada gentileza en la punta de la lengua, trata de distraerse con la mirada indolente que la observa, puede apreciar unos ojos grandes y cafés bajo una máscara de gelatina bermellón, «no es tan grave» balbucea mientras camina errante hacia la avenida Elena, se posa junto a las flores que adornan el perfil del cementerio y llora en los suspiros del velorio que se aproxima en las caricias del dolor. 

«Todo estará bien» le dice su marido mientras las palabras se combinan con el humo que sale estrepitoso del culo de la camioneta, se mece en las vueltas que calman el mareo y se aferra al brazo escuálido de su esposo que le inyecta cierta seguridad estúpida e hipócrita. Se concentra en el viaje e imagina un camino que no ha terminado de recorrer, las palabras le palpitan y le cortan como una estocada certera en el centro del pecho. 

Se acuesta en la colcha sucia que le hormiguea las piernas y no puede distinguir si es su mente la que le da esos pellizcos que la entumecen y la hacen enloquecer, observa la mirada fracturada de su esposo que se quiebra alrededor de su cuerpo, siente un calor intenso que la moja en el sexo y atrae a su marido hacia su lecho, lo amarra con sus piernas e introduce el miembro erecto en su pubis que huele a hospital. Ambos explotan en un hermoso orgasmo que los une en la imaginación mientras las manos recorren los hoyos de los pechos, las caricias caen con adecuada gravedad y los cuerpos tiemblan en la intermitencia del deseo, se detienen con los ojos apesumbrados y dormitan en la suciedad del cuarto. 

«Vos sabés lo que tenés que hacer» le dice ella a manera de reclamo, ambos pares de ojos expulsan tristeza líquida y salada que se pierde en el contorno de la ira y el cansancio, él toma la almohada y la deja caer dulcemente sobre la cara de su amada, llora mientras recuerda el llavero que ganó para ella, ella patalea los recuerdos y las ganas de vivir, todo se detiene súbitamente mientras los gemidos de él se apoderan del cuarto, del espacio que guarda austeridad y gritos, sonrisas y lágrimas de dolor. 

Él se levanta, tropieza, maldice, llora y golpea los muebles sin sentido, escucha su voz, el eco de las palabras le retumba en la cabeza y la hace desprenderse del resto del cuerpo que siente un dolor incisivo que le corta la carne de las manos, ella le dice que todo estará bien, él escupe su recuerdo y se disculpa de manera tácita en su nueva soledad. 

«Discúlpame, pero ahora, ya no te siento»

viernes, 13 de septiembre de 2013

Agusto Monterroso duerme bajo Lupe Vega

Siente la mirada caer al suelo, recorre las grietas que perecen en los pasos quedos y errantes de su cadáver que se perfila hacia la nada, perdona los sonidos vacilantes de sus talones que lo enyugan a la gravedad, da cada paso con cautela para no caer en el infinito del vacío, para no quedarse suspendido en la eternidad de los recuerdos, los ojos le saltan por las diferentes imágenes que explotan en su cara y le vomitan realidad, se detiene un momento para examinar la literatura regada por la banqueta y siente deseos de llorar, se traga las lagrimas que apaciguan el jugo gástrico que le quema la garganta y se mezclan con el sabor del cigarro que cruje mientras se consume con parsimonia.

Deja caer la carne en una banca de madera que le aplana las nalgas y le hace la espalda incomodar, permite unos hálitos grises escapar de sus labios, cancerosos, que le nublan la mirada y lo distraen de su repulsión hacia el exterior, la cabeza orbíta sobre un imaginario de embriaguez, se le entumece el cuerpo y siente la nausea revolver sus ideas, agitarlas violentamente, llamarlas a salir en forma de grito desesperado y desgarrador que arriesgan la paz hipócrita de los que suceden sin notarlo, sin saber que escruta sus grasas y sus defectos, que acaricia y lame sus senos y su sexo. Eleva su cabeza para ahuyentar el vomito y retenerlo para que merme sus sentidos embrutecedores, mugrosos caballos que lo arrastran hacia la negrura de su pecho, pesadas cadenas que lo atan a sus deseos de morir desde adentro y dejar la carcasa deambulando por el sucio recuerdo de lo que es.

Fija la mirada en la ventana y la ve, la ve mirándolo, con los ojos suplicantes y la cara triste en los contornos, dirige sus pensamientos a los pechos que sobresalen del suéter morado y feo que lleva puesto, la mirada repta a través del cristal sucio, la cara crepita en el viento que transporta sus suspiros y los dejan flotando en el frío de la tarde; vuelve la cabeza a los libros que yacen expectantes ante los pasos de los inexistentes, deja caer el recuerdo que resbala a la memoria, que se quiebra y se convierte en pedazos que mutilan las sonrisas que lloran silenciosas, extrañando las arrugas de la realidad distorsionada por el humo y las lágrimas.

Devuelve la mirada y ella ya no está, ahora solo ve la imagen estrellada en el cristal, una sonrisa espesa y burlona que se borra con la humedad del sereno que baja litigante desde el cielo, otra vez las ganas de llorar nacen y se impactan estrepitosamente en la garganta, lo hacen toser, lo hacen despreciar la mirada recalcitrante plasmada en el cristal. Se levanta y transporta su cadáver hediondo hacia la penumbra de la soledad, se agacha de nuevo, de nuevo apacigua el pecho con el vomito y la nausea, acaricia con la mirada las pastas golpeadas por el tiempo de los libros, escarba en sus bolsillos, la pobreza le quema las manos y le hace palpitar las sienes, abraza el libro y camina en la dirección de la parte más oscura de la tarde, inhala su propia fetidez y el aire frío le quema la nariz, la luz del farol le tintinea en las comisuras de los labios, se detiene unos pasos antes de la parada y la ve, el suéter morado ahora tiene piernas y un pantalón que se le mete entre las nalgas, ahora si deja escapar unas lagrimas que se estrellan en la parte interior de la boca, que aplastan las mejillas contra los dientes, le cortan la carne y hacen emanar hilos delgados de sangre que le saben a hierro, escupe su ínfima esperanza de sonrisa, da la vuelta y regresa hacia la oscuridad que cubre toda la calle.  


domingo, 8 de septiembre de 2013

Oscuridad

«No hay soledad más triste, que la soledad de dos en compañía»

Juan Carlos Onetti


La mirada se posa de manera afable sobre la lluvia que cae delgada e insolente sobre la calle que se bambolea por el alcohol, se toca la cabeza, desliza los dedos y desdibuja el contorno de su cabellera con una ligera esperanza paupérrima y austera que entraña la belleza escondida tras las cicatrices del cansancio; escucha los sonidos que hacen eco en el imaginario y destellan imágenes indolentes que se inyectan en los ojos y los hacen sangrar unas lágrimas espesas. Repite las imágenes en movimiento involuntario, vídeos dueños de los recuerdos que se anudan una y otra vez en la cabeza, momentos suspendidos en el tiempo que separan las caricias de la alegría y aprovechan el momemtum para descuartizar cada uno de los sentimientos recalcitrantes que se forman en el diafragma y se estrellan con el pecho, lo hacen tronar de una angustia que se perfila hacia la garganta y termina vomitada en las arrugas de los párpados  que traducen el insomnio. Gira la cabeza hacia la luz tintineánte del farol, abraza el vacío frío que exhibe el relieve de la carne trémula, tensa ante el fastidio de la sonrisa hipócrita que nace cada día bajo el manto del alba grisáceo, que se reparte equitativamente ante las caras impúdicas de los que viven en el ahora.

Enciende un cigarro, escucha el tabaco crujir y el fuego del encendedor le coquetea suavemente los labios y la nariz, el humo que transporta los suspiros y apacigua el toqueteo de lo que se guarda el pecho, de lo que transpira las oscuridades albergadas en la soñolienta exactitud del ser, de los vestigios de una temporalidad a la que ya no pertenece y anhela en el paralelo de su existir pomposo.

Se da cuenta de que no está sólo, que respira la presencia de lo que siempre ha estado allí, lo que siempre ha existido y forman el cadáver que deambula errante por las avenidas de la ciudad parpadeánte. Se agazapa en la oscuridad que emana de su cuerpo, que se alimenta de la grasa que crece con los años y revela el descuido de las manos sucias en los haberes del ayer.La oscuridad lo abraza, lo invita tediosamente a ser quien es y al que no dejará de ser, a ese que estalla en mil pedazos en el pavimento y flota magnánimo sobre la tristeza, sobajeando los insultos que se disparan a la carne y le cortan incisivamente el vivir. Se observa en el imaginario de los recuerdos, trata de rascar lo que alguna vez fue su nombre porque ahora aunque se llame igual ya no es él, aunque se parezca al que corre y al que bebé sin preocupación ya es alguien diferente, alguien que puede observar desde afuera los temblores del cuerpo, las muecas de sorpresa y las sonrisas que desprestigian la mirada vacilante que se pierde en la oscuridad.

La negrura de la noche repta por las comezones de la nada, crepita en la penumbra de la irritación, calla los olores que vagan por el páramo desierto de la boca, de unos dientes amarillentos que desconocen las sonrisas; a tientas describe su papada que precisa otro trago, de pronto se da cuenta que una vez más saborea la soledad que le amarga la punta de lengua, la garganta escupe los nombres de sus intimidades que le llenan de un placer morboso el sexo, el estómago, las orejas y las manos pero ninguno responde la invocación de las amígdalas y la boca, inhala la humedad espesa con olor a amoniaco y madrugada. Aprieta la lata de cerveza y ruega porque sus demonios no lo dejen solo en la oscuridad.

jueves, 29 de agosto de 2013

Esta noche no

Hojas de periódico amarillento abandonadas en la mesa, observan fechas que acarician la soledad y la extrañeza de un espacio que envejece en la ira y la tristeza. Miles de ejemplares apilados en todos los lugares posibles de la habitación, soslayando noticias que hablan de lo mismo. Cajetillas de cigarros vacías, inertes, sostenidas como vestigios de criptas donde miles de cuerpos fueron consumidos por el fuego y la desesperación; Así se acumulan las colillas en los ceniceros que revientan de cenizas; adornan la mesa como un deliberado center piece hediondo con exagerada estética para una escena tan bucólica.

Él está sentado en la mesa, con un vaso lleno en una mano y un cigarro en la boca; se abandona al transe de una imagen lejana y postiza, algo que lo invita a perderse dentro de la densidad viscosa de un recuerdo oscuro y tortuoso. Afuera se escucha el rechinar de unas llantas y un golpe seco que recorre el cuarto a oscuras, la incertidumbre recorre la habitación y se posa sobre la silueta tumefacta de la culpa que lo rodea. Esto lo hace salir de su trance… La belleza de una alucinación es interrumpida por la embestida del desastre, por el impacto valeroso de la estupidez y la desdicha; algo como si una fotografía hermosa fuera partida a la mitad por un imbécil desesperado con una motosierra.

Se levanta y ahora esculca la pila de periódicos más cercana, escupe el sabor a tabaco y licor de caña sin siquiera aminorar el paso. Se rasca la panza, revuelve los periódicos mecánicamente, levanta cadáveres, llantos, gritos, protestas, protestas y más protestas de un pueblo sometido al desencanto del mundo, pero él no sabe dónde puede estar es que busca y que no lo ha dejado respirar con tranquilidad en meses. Deja caer al suelo hojas amarillentas que hablan de política y muestran la fotografía de un payaso triste con un pulmón artificial; más hojas con listas del congreso, de los subsidios que se demanda el sector más pobre del país y la respuesta indiferente de los empresarios. Busca, busca, busca, revienta las manos y pega latigazos con los dedos hasta que se cansa y tiene que hacer una pausa, sirve un poco más de trago, un poco menos de cordura, levanta el vaso a la altura de la barbilla y después de un largo suspiro ingiere el líquido como si fuera nada; el dolor y la angustia ahora son visibles en el vidrio de sus ojos, también lo es la borrachera; se agazapa en la silla y sigue buscando, mientras trata de empequeñecerse hasta desaparecer, hasta que sus rodillas hayan tocado su nuca y así él no pueda verlo, allí, de nuevo buscando el abrazo del suplicio y su estocada llena de dolor… Sube la mirada un tan solo un poco, para poder verlo a él sin que él lo vea.

La llama del fósforo inicia la lenta defunción de otro cigarrillo, otro cuerpo que espera pacientemente unirse póstumamente al cementerio de colillas con almas ambulantes en el espacio sucio y oscuro, traducidas a ese humo grisáceo que le hace nublar la vista; sigue sin bajar la guardia, sigue estático, irónico, resoplando las virtudes que se imagina que tiene. Se acaricia la barbilla delgada y tersa, lleva el cristal a la boca y mientras el trago se desliza y quema la garganta, él se imagina degollarse a sí mismo, degollarlo a él, degollarlos a los dos, pero nada ha cambiado, sigue buscando entre los periódicos que son miles, millones; se ve a él mismo y ve al otro, ve a ambos observándose fijamente, indolentes, estoicos, delgados y con la piel llena de flagelaciones que surgen cada que ambos dos resucitan de la cruz y deciden regresar a su respectivo calvario. Esta es la primera vez que ha dejado de moverse, es la primera vez que puede pensar en algo que no sean los malditos periódicos; justo en ese punto medio donde se encuentran las miradas, afuera, estalla la intermitencia de una luz de sirena de ambulancia, como si acaso la sirena decidiera aumentar la tensión dramática y empujar el encuentro hacia la locura en su estado más puro; ahora es la luz de la sirena la que lleva el ritmo de esa guerra fría, acercando en cada destellar rojo la invariabilidad de la muerte, acercando cada vez más la imagen al rostro, al parpado, a la retina, acercándose cada vez más al deseo por terminarlo y dejar la culpa desparramada por el suelo.

Se puede escuchar el crujir del tabaco y siente el calor que le coquetea los labios, de alguna manera no encuentra lo que busca, siguen pasando las imágenes que se estrellan en los ojos como proyectiles que abanican las pestañas sin siquiera darles una meritoria atención, presta sus sentidos al vacío que siente adormecerlo, juega con el vaso casi vacío que comparte la náusea que repta por su garganta; vislumbra la imagen distorsionada del otro en el culo del vaso mientras se empina el cristal hasta ver a Cristo; se ríe y se sorprende como rápidamente la carcajada inunda el cuarto solitario lleno de luz roja intermitente, una luz tenue y abrazadora que lo invita a perderse en los rincones más oscuros para huir de él, del otro.

El alcohol ha hecho su trabajo y la inercia lo atrae a ese escondrijo que no es desconocido para él. Los pies descalzos truenan en el piso de madera mientras camina errantemente a la mesa de noche, abre la gaveta y posa la mitad de las nalgas en la orilla de la cama, la orilla que le corresponde a él y a el otro; nunca desde aquella noche fría y oscura se ha aventurado a explorar el lado frío de la habitación que le pertenecía a ella, antes de que los gritos vivos y lacerantes cortaran sus tímpanos de a tajo, ese lado que en el recuerdo, alberga las peleas y la sensación de una habitación medio vacía, ocupada por el espectro de la culpa y el abandono.

De vuelta en la mesa coloca a su acompañante de titubeos y semis desgracias en la tabla destripada de recuerdos, de gimoteos y lágrimas inútiles, destellos de rojo que nuevamente empiezan a mezclarse con el alcohol y el coqueteo de la muerte lo adornan en la melancolía y la embriaguez; al fondo una televisión reproduce imágenes muertas; unas llantas gritando y un parabrisas hecho añicos en el asfalto desnudo.

Suena otra vez el líquido que llena el vaso, cierra los ojos y trata de sostener la cabeza que le pesa y se mueve por voluntad propia, eructa confesiones a manera de disculpa y llora en silencio, se retrae y espera el invariable touché que sabe vendrá pronto. Hace un cálculo mental de los cigarros que le quedan, otra vez la mueca que indolente y llena de un valor hipócrita se asoma por el contorno de los labios, otra vez la náusea que nace en el recuerdo mutila con tal de salir, otro trago que entumece los sentidos y lo deja indefenso ante la mirada recalcitrante de él, el otro. Siguen volando las fotos en los periódicos; dinero, juegos de pelota, una receta de una mujer con cara de esqueleto, pero él sigue sin encontrar lo que busca, sabe lo que es porque lo ha visto incontables veces, pero nunca ha dejado de carcomerle las entrañas cuando llega; le crea comezón en los huevos, le destiñe la mirada y la reduce a un poco menos de una tristeza superficial, congelada en la desdicha y la soberbia.

El escrutinio le cierra la garganta, pero deja escapar una tos que calma con otro trago; la soledad se arrastra hasta el pecho y muerde incisivamente la carne, le duele las sobadas de la memoria, la mirada del otro le palpita en las sienes, los ojos de él lo siguen en cada movimiento, beatifican su cabeza y le rinden culto cada que se inclina para recibir el golpe que endulza los labios y le quema la garganta, el esófago, viaja y le hace arder el ano. Ya no lo puede soportar.

Toma el revólver que dejó sobre la mesa, lo ve con indiferencia y de nuevo está en esa misma realidad absurda, ese vodevil en donde el reflejo del otro sonriendo aparece en el cañón, esperando ese preciso momento, ese instante que parece sempiterno ante la lucha interminable de ellos. Jala el martillo, humedece la punta del revólver con el cielo de su boca; piensa en ella, en su mirada vacilante que le retuerce el pecho, que destapa el cráneo y deja expuesto ese mar negro que lleva dentro; un recuerdo que zumba en la estúpida imaginación y le llena la cara de agujeros.

Duda, tiembla, deja escapar un sollozo seco y lleno de odio, se decide por fin acabar con la escena y pone su dedo en el gatillo, grita desesperado «LOVERS GO HOME» que rebota en la especialidad solitaria de la mugre, grita lo suficientemente alto para asegurarse que el otro lo escuche; obedece a su fantasma y presiona suavemente el gatillo... ¡Click! Suelta el revólver y lo deja caer sobre la imagen que nunca encontró, aspira profundamente y exhala lo que pudo ser su último hálito albergado en los pulmones, piensa en la vergüenza de la bala que no estaba en la recámara, asegura que la bala está permutada en el limbo de la noche y la madrugada y que se perdió en para que nunca pueda escapar de su destino.

Llena el vaso y ve la mirada del otro; le revuelve las vísceras, le acomoda los sentidos, baja la mirada y encuentra el titular, “Trágico accidente automovilístico termina con la vida de una joven”, al pie de la foto dice: “esposo es declarado inocente puesto que en el hospital no pudieron comprobar que el nivel de alcohol excedía el límite.

Nuevamente la figura negra y burlona se posa bajo el marco de la puerta. Él sabe lo que el otro le quiere decir, no necesita intercambiar palabras con su locura para corroborar que, esta noche no.

sábado, 24 de agosto de 2013

Fotografias

Inertes opacas, llenas de miradas vacías y momentos suspendidos en el tiempo. Podemos observar a los que están pero dejaron de ser, los que viven fuera de su piel sosteniendo una sonrisa eterna que se les escapa en la memoria. 

Pasa la página del álbum y verás la de alguna fiesta en la que no estabas, con las botellas de coca cola y los gorditos de venado especial, carcajeándose en silencio; a un lado un bolo dormido que dicen que es tu tío, unas boquitas que adornan la mesa y un estéreo que pasa los corridos de Los Tigres del Norte. La fotografía no muestra los golpes que te propinó el borracho de tu padre, ni los gritos que le despachó a tu madre, pero no necesitas una foto para eso porque lo recuerdas vivamente, un video que rebota por la cabeza y se diluye con el trago que acompaña tu llanto solitario. 

Otra página y te encuentras con la que está rota, esa ida al zoológico que tu mamá costeó a base de hacer malabares con el gasto, se llevó a tu primo favorito pero él le recuerda que odia a la familia de tu papá, no tiene nada contra el infante pero lo detesta por lo que representa, sabes que la mirada triste y apartada de tu primo pertenece a esa foto, pero las manos trémulas y sudorosas de tu madre decidieron no hacerlo parte del recuerdo. 

Sigues discurriendo las páginas por tus yemas y ves la cara de tu abuelo, recuerdas las galletas y las caminatas interminables por los callejones de la zona uno, la visita a la casa de tu tía y el «si me hace el favor» que tienes como dogma cada que te ofrecen algo; unas lágrimas se escabullen por tus mejillas y regurgitas las pequeñas imágenes de la cama del hospital dónde lo intentaron salvar. ¿Qué le vas a hacer? La vida dice que cuando uno es viejo se muere pero no te dice que la muerte le duele al ajeno, al que se queda soportando las miradas de consuelo, los pésames que te muerden incisivamente el pecho, las eyaculaciones de remembranzas en forma de pesadilla que te despiertan en la noche y te hacen temblar y llorar y querer abrazar al vacío inexistente; pero toda la condescendencia no te ayuda a besar lo que invariablemente ya no forma parte de este mundo, el consuelo no entiende que un pedazo de ti se queda encerrado entre el nicho, la lápida y el cemento; no sabes si decir adiós o seguir llorando porque nunca sopesaste lo hermoso de un abrazo y una caricia, nunca exhalaste un «te quiero» y no sabes si él lo escuchó cuando te acercaste a la cama y le suplicaste para que no se fuera, que se quedara para que te leyera las parábolas que tanto le gustaba contarte; te agita ese querer tan egoísta, te aturde y te confunde, no entiendes o no quieres entender. Al final solo puedes decir que lo extrañas y por eso mojas las fotos con tu gemidos húmedos y tácitos.

Entre llantos y sonrisas encuentras la foto de tu tío, no el bolo sino el que murió de cáncer, aunque este también era bolo; acaricias sus contornos rubicundos con la mirada, exploras su panza y piensas que no se parece al que llevaste a sus citas con el médico, al que esperabas media hora en la sala de espera para que le hicieran la quimioterapia, al que ayudaste a cambiar el pañal cuando era poco más que un cadáver que respiraba, que te preguntaba con la mirada si lo habías perdonado por haberte maltratado pero tu no tenías el valor de sostener la cabeza erguida y sollozabas disculpas por haberlo insultado; pero ahora no importaba porque él ya no articulaba, divagaba y te balbuceaba rencores, te señalaba el lugar que se utiliza para colocar el árbol de navidad que se ganó en un convivió. Ya no importa, porque él también solo existe en  las fotos que sigues pasando.

Te duele pero quieres seguir y te encuentras con la que te aplasta, la que te quiebra, la que te convierte en cientos de pedazos que flotan dispersos en la suciedad, puedes sentir el aroma del dolor y la nausea te sube por la garganta. Una foto familiar; están tus hermanos, tus papás y tú. El dolor se convierte en baba y te repta por el pecho. Todos sonríen, la ocasión no la piensas porque tratas de escarbar la última sonrisa colectiva que almacenaste en el hipocampo pero no la encuentras, es un agujero que sólo chupa la vida que te quedaba, te cuesta imaginar a tus papás abrazados, cariñosos, afirmas que es ficción porque no puede existir un pedazo de tiempo en que hayan sido una familia. Sólo retraes golpes, insultos, camaradería condescendiente. Tratas de unir el rompecabezas que te hace sudar las manos y las sonrisas se resbalan de tus dedos, te hacen gemir, patalear, romper; bien podrías cortar el pequeño cartón y sería más realista, pero no lo haces, sólo tratas de recoger los pedazos más grandes de tu ser, que regados por el pasillo desgraciado del recuerdo, te grita que eso ya no existe y nunca jamás existirá. 

Y ahora, te ves ti, a ese extraño que raramente observas en el espejo, ese que te aterra, te dobla, te sonríe maliciosamente, te explica que en algún momento no te preocupabas por esas imágenes porque eras parte de ellas pero ahora solo regresan en forma de tormento y embriaguez. No se parece a ti, las mejillas no tienen los vestigios de las lágrimas, los nudillos no están hinchados de las peleas, tiene la boca cerrada y no está insultando a nadie. No eres tu, es sólo una fotografía. 

sábado, 27 de julio de 2013

Envidia

Empuja la puerta de cristal, el hambre hace onomatopeyas en el estómago, el día está pesado y la semana apenas empieza, la mirada cruza toda la cafetería, ve a la edecán promocionando los jugos, un trasero de piedra que hace que los ojos salgan de sus órbitas, baja la mirada, acaricia su teléfono y lo compara con su observación, la pequeña máquina es la prueba de que ella es mejor, que aunque esté sola puede pagar mejores pantalones; puede que no la miren con deseo, con ganas de acostarla en cualquier lugar y acariciarle sus pechos, puede que sean menos las jugadas de manos bajo sus sábanas, pero aún así, ella desea ese trasero y cambiaría los años de estudio por una de esas nalgas.

La mochila al hombro, el humo de las camionetas irritan la garganta, un traste con vestigios del almuerzo de ayer preparado para las vueltas del microondas en la tienda de los chinos; el rojo del semáforo lo hace detenerse, sus tenis de paca son nuevos para él, atrás del cristal semi polarizado un barbudo, sus mejillas rosadas sudando grasa, él sabe que podría tocar la ventana y automáticamente apropiarse de su celular y su billetera pero no lo hace, piensa en su hijo y el que viene en camino, la luz da verde y las ganas de ir en ese carro se pierden con los ruidos del escape de la 203.

La bici nueva, acumulando polvo, sabe que no puede acercarse porque el asma es mortal, el sol calienta el escritorio y las tareas se acumulan con los días, su papá no regresa desde hace tres años, él sabe que no volverá, unas siluetas se mueven en la calle, un niño igual que él llora y señala el raspón que le quema la rodilla, el papá con aires de mecánico se acerca y le sopla la rodilla, una lágrima corre por la mejilla, es domingo y su mamá duerme porque metió muchos hombres malos a la cárcel, empuña el lapicero y continúa con las planas; — Mi mamá me mima —

Huele la basura, ronda por las calles atento a los faroles que pueden terminar su existencia, ladra a un gato que se mueve por las sombras, empieza a rascar el suelo, a cavar por una razón que nadie puede comprender, se estira, bosteza, alcanza a ver por la ventana unas caricias a un perro hogareño, llora, ruega por entrar, alguien saca un plato de comida, una limosna lastimera para que se calla, ve las caricias de nuevo, vuelve a rascar la puerta, otra persona sale y le avienta un guacalaso de agua, acepta su derrota e ingiere la limosna. 


Hasta luego fantasmas, demonios y demás

La despedida siempre es un inicio de algo más, un acto lleno caricias nostálgicas y abrazos desamorados, estremecedores, que te hacen temblar la piel y te soban los cabellos. 

Le digo adiós a mis fantasmas, a ese morbo que rasca y estira la línea de la moral pero, no es un adiós eterno, solamente los guardo en un baúl porque sé que los volveré a utilizar, tarde o temprano volverán a gruñir, a indignarme de la realidad, a traspasar la imaginación y darme un puñetazo que me haga sangrar. 

Veo las montañas color concreto que se elevan alrededor de mi casa, grandes cúmulos de tierra invadidos por los desplazados y los marginados de la sociedad, esos seres que se guardan del frío y la violencia deambulante, pisadora de talones ásperos llenos de trabajo y cansancios que develan un pequeño tono rojizo que te dicen que al igual que todos son víctima de su contexto en diferentes temporalidades. 

Todos somos víctima de nuestros contextos, todos somos hijos de las diferentes violencias, de las diferentes tonalidades de indiferencia y rechazo, esos demonios que ya estaban antes de que naciéramos y existirán después de que muramos, que nos transformemos en recuerdos y epitafios; están los que beben y fuman después del partido, los que salen por el pan para cenar, los que filosofan del trabajo y del domingo, todos conectados por una misma clase social, sin saberlo todos cavan tumbas contiguas, arrullados por la música de la iglesia improvisada en lo alto del asentamiento, todos llenos de ira y de temor.

Allí están mis fantasmas, amigos que me narran silenciosamente sus relatos, tristes y ebrios, payasos dolidos porque no pueden anhelar más, no les está permitido soñar porque eso es para los que pueden, para los que se atreven a ir más allá del campo y de las montañas, y yo me embriago con ellos, comparto sus tristezas y sus penas, me encadeno a sus golpes y al polvo que tragan cada vez que se caen y les da terror levantarse; conozco al que dio su último hálito en frente de mi casa sin nomenclatura, al soldado en su puesto de atalaya, al que dejo su vida en una aldea por un mejor porvenir, a la que se vende por comida para sus hijos, al mensajero, al panadero, a los que trabajan en McDonalds, a los hijos del asalta furgones y no padecen los percances del lugar donde viven, donde truenan los disparos que asesinan al sueño y dan vida al temor, los conozco a todos y ellos me conocen, saben mi sonrisa y yo no conozca la de ellos, pasan frente a mi y se convierten en fantasmas instantáneos que dejan de existir tras sus pasos apurados; nadie aquí sabe vivir lentamente, todos corren, corren al trabajo, a la escuela, a la cacha o de la cacha, todos corren para llegar a ningún lugar, todos a paso ligero tratan de olvidar aunque sea por unas cuantas horas que son parte de mi, son mi cómala y por más que trate de dejar cómala, cómala nunca me dejará a mi. 

Hasta pronto amigos, fantasmas, demonios y demás, suyas son mis historias y mis cuentos, narrativas que me muerden incisivamente, que reptan por el suelo que ha probado sangre mezclada con lágrimas, suyo es el mundo invisible, el mundo de los ciegos y los mudos que son ignorados mientras cada quién sufre su realidad. 

La carne me tiembla, me acarician el pelo, me susurran al oído que vaya con Dios y que mañana nos volveremos a ver. 

martes, 23 de julio de 2013

Familia incompleta

Cada familia con sus diferentes tonalidades, sus altercados y sus felicidades, cada una inmersa en un mundo diferente protegido por una burbuja de cristal que protege a sus integrantes de una vehemente realidad.

Este es el caso de la familia Toledo, sus miembros, personas meramente funcionales a los ojos de la sociedad pero todos con una singularidad que retrae el morbo de los rincones más oscuros que guarda la moral, a cada uno de los miembros le falta una extremidad. 

Joaquín, una persona de mediana edad que labora de asistente gerencial perdió el brazo derecho en un atroz accidente automovilístico a la edad de veinte años, lo cual no fue del todo horrible puesto que así conoció a Lara, una enfermera que hacía sus prácticas hospitalarias en el San Juan de Dios, ese lugar donde la realidad traspasa la imaginación y la indignación se hace presente en cada rincón; empezaron un amorío que pronto dejó de ser fugaz, lleno de caricias y sexo que compensaban la carencia de plenitud en términos físicos de Joaquín, enajenados y dejándose llevar por los sentimientos más que los impulsos, se casaron, una boda sencilla con marimba y tamales mal amarrados, llenos de miradas hipócritas y comentarios penetrantes, haciendo agujeros en el ego de la feliz pareja. 

Manejaban a su casa, cansados, con los párpados llenos de cotidianidad y la boca escupiendo historias de la monotonía; unas luces altas, un giro de volante, un rechinar estrépito de caucho y asfalto, un golpe bien asestado y seguido de bramas horripilantes, de llantos sonoros que casi podían crear melodía. Afortunadamente para la pareja, los quejidos no eran humanos, habían arrollado un pequeño can con la pata destrozada por la llanta del carro, una vez más los recuerdos recalcitrantes del accidente llegaban a Joaquín, otra vez la sangre acompañada de lluvia cubría su camisa, otra vez los gritos de negación invariablemente emanaban de su boca. Levantaron al perro y lo llevaron al veterinario más barato que encontraron, él les dijo que lo mejor que podía hacer era cercenarle la pata y dejarlo cojo, invalidado, impotente para la vida de perro que el destino le dio; la pareja se echó a llorar de manera hermosa, hicieron prosa de las lágrimas y convirtieron los sollozos en canción que cómodamente se concatenaban con los quejidos del pobre animal. — Adelante — dijo Lara. 

Fue así como la familia se formó, adoptando el accidente y tratando así de archivar la pesadilla en la carne húmeda y viscosa del cerebro; Joaquín y Rigo, como graciosamente llamaron al perro se conectaron instantáneamente, ambos sumidos por la impotencia de la falta, de la carencia, de los que una vez existió pero ahora solo es recuerdo intransmutable, ambos aprendieron a vivir con su defecto, ambos acompañándose y contando confidencias que solo los que están en su situación pueden comprender. 

No todo es felicidad dice la vida, no todo sale como lo deseas dice el destino, nada de esto es mi culpa y allá tú si así lo quieres reniega Dios; Lara no podía comprender el nexo emocional que se había creado entre Rigo y Joaquín, sentía celos, deseos que crepitaban y reptaban por el suelo hasta la imaginación, llenando el vacío de accidentes que mortalmente acabarán con esa pareja inseparable; — ¡Tú quieres más al perro que a mi! — gritaba Lara mientras se ahogaba en whisky, las explicaciones no le bastaban, el odio la ensordecía ante las súplicas de su esposo, Rigo observaba desde su punto de atalaya en el ropero, podía sentir el desdén proveniente del alcohol y el rechazo que lo destripada, lo mordía y le hacía doler el lugar donde antes estaba su patita, lloraba en silencio, sin lágrimas, sólo con lengüetazos traducidos en un ruego de querer. Tomó un cuchillo de carnicero y con un último trago de licor se cortó la mano, la sangre emanaba y cubría la mesa de gelatina, los gritos reventaban las paredes, rajaban la burbuja de cristal; el llanto, la sal, la sirena que ululaba en la distancia, trayendo esperanza de salvar la mano que incomprensiblemente se encontraba lejos del brazo. No se pudo salvar. 

Ahora ves a la familia caminar por los parques, deambulan con una sonrisa que desprende felicidad, por dónde quiera que pasan tiran una pequeña ráfaga de luz y de confusión. Ahora todos hablan ese lenguaje que únicamente los que son como ellos entienden, las confidencias son tripartitas y Rigo el perro ya no llora de tristeza. 


jueves, 11 de julio de 2013

Boxeo futbolístico

Se acomoda las medias, puede sentir el sol calcinánte que le burbujean la cerveza en la sangre; suena el silbato, él está listo para jugar y dejar todo en el campo. 

La pelota cobra forma de honor en el campo, avanza hasta la última línea y el esférico lleva una trayectoria hiperbólica que ni el mismísimo Taffarel habría atajado en sus mejores años. La pelota toca la red majestuosamente, rodando, tratando de escapar más allá de la portería y las patadas de los jugadores. - ni con mil patadas hubiera podido pararlo - dice para apaciguar la mirada penetrante y llena de decepción del capitán. 

Se toca las espinilleras de cartón, avanza en una carrera que tiene como destinó atrofiar la rótula del que conduce la pelota. Suena el silbato de nuevo y la pequeña cuartilla roja dispara su expulsión del campo, vuelve a estrepitar el silbato pero él no lo escucha puesto que está ocupado escupiendo insultos al que yace quejumbroso en el suelo, le dice que se levante, una patada en los riñones aceleran los ánimos y convierten los vítores en insultos. El ring está listo, el primer jab abanica el aire y apenas roza su nariz, extiende la mano empuñada que choca con el pómulo del socorrista improvisado, el árbitro se convierte en referí y la multitud se abalanza hacia el campo, escucha las piedras zumbar y sabe que es momento de retirarse pero el honor y los huevos nuevamente se presentan y acalambran las piernas para que no se mueva y noquee al próximo que se deje venir. Uno, dos, tres golpes asestados correctamente llevan al segundo retador al suelo de polvo, tierra y piedras que componen el campo de fútbol, esquiva una patada semi voladora, una sonrisa se llega a esbozar y suelta un gancho perfecto, el último de los retadores cae y no va a regresar por más. Él es el campeón, nadie más se acerca a retarlo, los de su equipo le dicen que es hora de retirarse pero él solo sabe que quiere más, que la sangre que escurre y se mezcla con la tierra no es suficiente para contraponérse con la humillación de gol, llega uno de los “pirros” a calmar los humos, se levanta la camisa descubriendo la cacha de una nueve milímetros que le dicen que ya no va a haber más pelea. 

Sin trofeo, sin gol, él es el campeón indiscutible de este evento pugifutbolístico, tres disparos al aire que seguro matarán a algún inocente son su celebración. Llega a la casa, la sangre ajena en la camisa preocupan a la madre, pero él sabe que en los nudillos inflamados lleva el trofeo de su nueva vocación. 

martes, 9 de julio de 2013

Cartas en código

«Que con pinzas machacaron, partes nobles de su cuerpo»

— El avión de la muerte —

Los Tigres del Norte


La puerta se cierra, puedo sentir el aroma a caucho, lodo y sangre que emana de la bota sobre mi rostro, tengo los ojos vendados y mis sollozos crean la onomatopeya de la incertidumbre, no sé a dónde me llevan, pero si de algo estoy segura, es que me levantaron para aparecerme en los periódicos y desaparecerme del mundo de los vivos. Me secuestraron y siendo un seudónimo, dejo la esperanza en la esquina donde fui vista por última vez. 

Querido mío: 

Te escribo esta carta sin esperar respuesta, te la doy con la fe de que las palabras de la justicia lleguen más allá de la represión; no puedo escribir mucho, le di la carta a un cuque que logré convencer, no me preguntes cómo, pero me aseguró que llegaría a tus manos. Te quiero y anhelo estar juntos, que nuestros cuerpos describan historias que sólo la cama se atreve a callar, siento tus manos acariciando mis cicatrices, cauterizando las quemaduras en donde tus labios saludaron con besos lo que ya no está.

La lucha sigue y desde aquí puedo dirigirte hacia los puntos que guardan nuestros fierros, lee con atención. El código es:

La estación del noviembre es Verano, caluroso, caliente como la arena de la playa, el sol quema los troncos en la orilla y se oxidan como el metal con las olas que dan al oeste. Te quiero. 

Querida mía: 

Recibí tu carta. No quiero imaginarme las inhumanidades que te han hecho, perdóname por no quedarme pero tu sabes que la resistencia me necesita, seguimos alimentando las mítines con tus discursos tan efusivos y enternecedores. 

Perdóname pero tengo que preguntar: nos dirigimos al lugar del código pero no encontramos los utensilios para la comida, nos sentamos a la orilla del mar pero no pudimos comer; el sol sopló en dirección al este, pero sin comida el picnic no se pudo dar. 

Te quiero. 

Querido mío: 

Lamento lo del picnic, tenía tantas ganas de que comieras la ensalada con el condimento color verde olivo de las montañas

¿Tu te acuerdas aquella excursión a la sierra con mi madre? Pudimos ver los camiones pasar por la carretera, era como una explosión de dinamita y sentimientos. 

Trataré de seguir escribiendo, pero las fuerzas ya no me dan. Me levanto en un cuarto blanco, con las heridas curadas pero creo que es porque me necesitan, de lo contrario me dejarían morir como acostumbran. Estos no tienen alma; si te contara las pinzas, los toques eléctricos, las mutilaciones. No sé cómo podrás amarme de nuevo, si lo que quedan son vestigios de lo que yo era, de la risa que conocías, de las miradas y los abrazos espontáneos. Todos esos matices de colores explicados por la piel, por los besos y las caricias; dejo aquí la carta.

Te quiero. 

Querida mía: 

Perdón por tardarme tanto en escribir esta carta; cuando la recibas probablemente ya habré sanado de mi operación quirúrgica; recuerdas que tenía un tumor, justo en el centro mi cuerpo, justo donde a los achaques les gusta guardarse, y repiquetear constitucionalmente.

Ya pudimos comer y todos aquí esperan que regreses; esperamos por tu siguiente carta y sabemos que no nos fallarás. 

Te quiero.

Querido mío: 

Cada letra que ves aquí plasmada lleva los últimos hálitos de vida que me quedan, el cuerpo puede aguantar incansablemente, es increíble lo que una puede soportar cuando ya se ha auto declarado muerta. 

Con lágrimas escribo lo que sé que será lo último que leas y quiero que tus ojos estén bien abiertos para que entiendas lo que te quiero decir:

Te moriste una tarde de enero, te lo digo solo porque no sé si lo sentiste, tu cabeza dio un sacudón cuando la bala atravesó tu cráneo y pude ver los recuerdos hermosos salir en forma de viseras y sangre, me dolió verte caer al suelo con los ojos blancos pero todavía llenos de angustia. Tu me enseñaste de política, de derechos, de un progreso paulatino que estaba en nuestras manos, pero ahora, tu te encuentras en un mundo donde lo único que habla es el silencio, donde las lágrimas arrullan al desconsolado que piensa lo que dejó en su cuerpo, tu te encuentras allá donde las flores hacen memoria de tu sonrisa y tu voz; tu ya no existes.

Me extraña que me contestes las cartas, yo sé que tu no me escribirías desde el más allá porque sabes que me gustan las sorpresas, ojalá que cuando te encuentre (si es que te encuentro) ya no estén las cicatrices para que me acaricies como solías hacer. 

Tú, quién quiera que seas, me alegra haberte entretenido; sé por boca de los moribundos que traen a torturar que mis cartas han saboteado al menos dos operaciones, y espero que por eso, te corten los huevos y te cuelguen de los pulgares. 

A él lo quiero, y a ti te odio. 

Posdata: la soledad y el recuerdo son la peor tortura, a ver si aprendes eso antes de morir. 

La puerta se abre hacia una gran habitación con cadenas, un disparo ensordecedor acaban con los gritos de dolor. En el suelo yacen dos cuerpos, mezclando la sangre que escurre la vida por las grietas polvorientas; un cuerpo es insurgente y el otro contra insurgente, ambos llevan papel y pluma en los bolsillos. 

viernes, 5 de julio de 2013

Sentimientos encontrados

Transitan por el pecho y la cabeza, caminan de traje y corbata, zapatos lustrados y camisas bien planchadas, pero también las hay en polaridades, de tenis y jeans, playeras graciosas y sonrisas espontáneas, escondiendo mundos detrás de las miradas frugales y austeras. 

Las del corazón hace un esfuerzo por peregrinar a la cabeza y discutir la mejor solución para manejar a Depresión y a Soledad. Los ojos se contactan en el aire, mensajes codificados en la mirada que la boca se encarga de traducir; se tocan, se besan, hacen el amor y se someten a los interminables y rocosos caminos del cuerpo, ásperos y callosos, áridos y con necesidad de un día más sin incertidumbre. 

Conversan y la tertulia se torna salvaje y en colores apagados puesto que los demonios que también son sentimientos son liberados de sus celdas en el psique. Aparece el Deseo de la mano del Suicido, abogan sus argumentos ante el juez llamado Razón, el Consuelo abraza a Vida y le limpia las lágrimas con suspiros llenos de Zozobra.

Saben que es de noche porque los emisarios externos se lo han dicho, se preparan para el entumecimiento que invita a Melancolía, pareja de Recuerdo. Todos hablan, todos compiten por saber quién será el ganador de esa noche, muchos se irritan ya que Tristeza ha sido la ganadora de las últimas semanas, los últimos meses, y probablemente también gane esa noche. 

Un sentimiento se aparece con trompetas y tambores, una vieja conocida que no veían desde la infancia, la Felicidad. El entumecimiento llega pero hay algo diferente bajo ese cielo que podría ser el mismo, una algarabía que se apodera de casi todos en el cuerpo, Tristeza, Suicidio, Melancolía y Recuerdo no tienen más remedio que dar por terminada la noche cuando Alegría y Risa se unen al fiestón. Resaca empieza a limpiar las noches y patear los sentimientos regados con aliento a alcohol; Orgasmo se levanta y dice que volverá muy pronto, Felicidad y Efervescencia lo ven sonrientes; todos se aglomeran en un cuarto nuevo en el corazón, las sonrisas y las lágrimas son cordiales amigas ante lo bello del sentimiento que acaba de nacer, todos preguntan por el nombre y Razón les dice que ya no podrá mandar, que ha nacido el Mesías y su nombre es Amor. 


domingo, 30 de junio de 2013

Crónica de un muerto

«None of you seem to understand. I'm not locked in here with you. You're locked in here with *ME*!»

— Rorshach —

Watchmen the movie

Escucho los disparos, sonidos huecos que hacen eco en el infinito; ínfimos verdugos con capucha de plomo, expansivos que se introducen en mi carne para crear una flor de viseras que me reclaman la vida para siempre, caigo al suelo y el polvo se empieza a mezclar con el líquido gelatinoso, mis ojos lloran pero no sé si es por el dolor o la angustia que alcanzo a sentir; pequeños hilos de vida escapan por los orificios donde las balas encontraron su morada, la sangre derrama por el suelo mis miedos, mis alegrías, mis penas, mis recuerdos tan hermosos que alguna vez decidí archivar en lo más profundo de mi pecho. Todas las emociones empiezan a mermar con la oscuridad que cubre a mis ojos, todavía puedo ver las miradas de los curiosos que se forman a mi alrededor, llaman a los bomberos y explican la dirección que forzadamente unos desalmados me dieron como tumba provisional, creo escuchar unos lamentos de alguien que no me conoce, o me conoció, el dolor parece disminuir pero también disminuyen mis fuerzas, mi respiración empieza a descender tácitamente y empiezo a elaborar la explicación que le daré a Dios por no haber creído en él. La vida sigue escurriendo por los orificios, mis hálitos son prófugos de mi ser y ruego en silencio por un vaso con agua que seguramente colocarán al lado de unas veladoras en esta esquina tan sucia y polvorienta. Tal vez mi madre me perdone por no irla a visitar, tal vez ella utilice el dinero del seguro para pagar mis deudas y darme un sepulcro algo digno, tal vez la ambulancia llegue a tiempo y no me muera como perro en la calle, tal vez, esta no es la forma de morir para mi, a pesar de que yo mismo siendo un delincuente, muchas veces imagine esto pero sinceramente, esta no es la forma de la que me quería ir. 

—«Tres quetzales de francés, y dos de manteca. Tres quetzales de francés, y dos de manteca.» — Lo repito en mi interior como las planas que hacía en la primaria de castigo, producto de una señora gorda que tenía el descaro de llamarse “maestra” mientras protegía a mis pendencieros personales tan solo porque le llevaban carne y verduras; era tan fácil para ella sacrificar mi tranquilidad y vender mis brazos a los golpes certeros de los abusadores. Repito la oración de los panes mientras camino por las calles de la Aguilar Batres hacia la Bolívar, ojalá y no se me olvide pasar por la comida y es que ya son muchos los gritos que he escuchado por causa de lo mismo. La pasarela está allí, tan lejos de mis piernas, tan cerca está el otro lado de la calle, invitando a mi cansancio a no aumentar si logro cruzar con cautela; mis piernas optan por cruzar la avenida, mis piernas porque yo jamás debí haber optado por hacerla de torero ante los ebrios con licencia de conducir; evado el primero pero el segundo no, siento el impacto que me hace flotar maravillosamente en el aire y presentar mi ser con el pavimento, un sonido seco de carne y huesos batallando por saber quién es el más solido, el pavimento gana y mis órganos se pulverizan con el choque, el dolor es insoportable y me arrastro unos cuantos centímetros, los suficientes para quedar en una posición que tantas veces he visto pero nunca desde esta perspectiva, nunca vi un muerto desde el suelo, creo que todavía no lo he visto puesto que mi cuello no puede moverse en dirección a mi cuerpo, no puede moverse hacia ninguna dirección de hecho. Una máscara de sangre recubre mi rostro, puedo sentir como el viento de los demás carros que me esquivan empiezan a secar la sustancia tipo gelatina que escapo primero; el dolor ya no está, un entumecimiento se apodera de mi cuerpo y me dice que me despida de mis sentidos porque ya no los voy a necesitar a dónde quiera que vaya. La multitud se aglomera, el aire es escaso y quisiera que se alejaran para que no me roben los últimos momentos que me quedan, me los roban con sus miradas, con sus preocupaciones, con su ligera empatía que llena el vacío de la noche oscura y tintineánte; tengo hijos, esposa, un perro que seguro se preguntarán en dónde estoy y por qué no llego con el pan. «Tres quetzales de francés, y dos de manteca», alguien por favor lleve el pan a mi casa. 

Ya voy tarde pero la multitud me atrae, el morbo me consume y me corroe por ver lo que tantas veces escucho en los noticieros. Llego pero me desilusiono ya que el muerto no está desfigurado ni mutilado, un simple pobre diablo que dejó su vida tirada en la calle, trascendiendo en la historia por medio de su sangre mezclada con el pavimento que deja entrever el piedrín de una pobre mezcolanza de trabajo, sudor, cemento y  albañiles; pienso que podría ser mi hermano, mi papá, mi cuñado etcétera, pero él ya no existe para preguntarle si es hermano, padre o cuñado, él forma ahora parte del mundo de los mudos, los que reviven por medio de fotos y lágrimas, por medio de flores en el día de los muertos, ahora no es más que una silla vacía en el comedor y hermano de los que cargan penas en los hombros bajo la tierra. Parece que me ve, sus dedos convulsionan por voluntad propia y mis piernas hacen lo mismo, alejándose de la angustia de un difunto en la avenida. Ahora es más tarde pero el tiempo es justo para que me una a él, bajo el puente que terminará mis deudas y mi soledad, es tiempo para que mi desasosiego sempiterno migre a otro ser que no tiene la culpa. Es tiempo de que los demonios que están atrapados en mi, sean libres y atormenten a los que todavía estarán. Es tiempo ya de unirme a los que ya no están. 

miércoles, 26 de junio de 2013

Puentes

Todos hablan de puentes sin darse cuenta, hablan de noticias, lugares, personas, todas una sucesión de imaginarios que existen paralelamente entre los protagonistas de las diferentes historias. 

Todos hablan del otro extremo del puente, lo conocen por medio de la eminencia social que acompleja al ser humano; el café se sirve hasta llenar la taza, el que está sentado dice gracias, y recibe una sonrisa mecánica como respuesta. Las medias reparadas con esmalte, los pies hinchados y cansados cubiertos por unos zapatos sucios y rayados de tacón medio, porque el tacón alto cansa mucho durante la jornada laboral, una jornada que guarda su felicidad para la última hora del día cuando se cierra el local y se agradece a Dios por haber terminado el día sin ser víctima de la criminalidad que se agazapa en los rincones más oscuros de la ciudad; del otro lado hay un reloj caro, el periódico que narra lo que acontece en los lugares donde vive la polaridad, zapatos bien lustrados y un traje caro que hace juego con la billetera rebosante de tranquilidad económica, un horario cómodo para trabajar y que deja tiempo para compartir con la familia; ambas descripciones tan diferentes, unidas por la cotidianidad, por un puente en que los personajes solo llegan a cruzar hasta la mitad por medio de interacciones que tienen la suficiente condescendía para clarificar el lugar de cada uno en la vida. La taza de café se termina de servir. 

La mano del agente hace la traducción de pisar el freno; la luz del semáforo da el alto, los peatones cruzan impetuosamente con temor de que algún desconsiderado les arrebate el último hálito de vida y lo convierta en el recuerdo de una ambulancia que lucha contra el tráfico por salvar una existencia. La mirada se cruza con la del policía de tránsito, su verde chillón molesta a la vista y crea ideas para nuevas bromas en la tarde; el tanque de gasolina medio lleno o medio vacío, la guantera llena de facturas y discos que se cambian según lo que dicte el humor, las alfombras sucias y los diferentes objetos que yacen sin vida regados por el suelo, solo algunos objetos renacen en las diferentes manos de sus dueños, la impaciencia que corre por las venas y desemboca en las manos que aplastan la bocina; el freno súbito, los peatones que acostumbrados a la sumisión articulan muchos «muchas gracias» mientras la mirada indiferente se estrella con el suelo, el carro que ronronea majestuosamente a medio metro, el deseo estar sentado en el asiento del conductor para olvidar el dolor palpitante debajo del cuero de las botas, la mirada se eleva para contemplar la amenaza del cielo y emana el recuerdo del sonido seco que crean las gotas de lluvia al impactar con el metal de la olla que protege el suelo del clima que se escurre por los agujeros del techo, un pequeño anhelo que se escapa del pecho puesto que los niños ya casi salen de la escuela, y estando tan cerca la caminata hacia la casa no es una opción, la boca seca, la necesidad de líquido cayendo por la garganta para mitigar la sed, el reloj barato que dice que todavía faltan muchos insultos para que se acabe el día; la mirada baja se vuelve a cruzar mientras que las piernas peregrinan perezosamente a un lugar seguro. El semáforo da verde, clutch, primera, bocinazo, otro puente pero este sin sonrisa que haga llegar hasta la mitad. 

El reloj con las agujas indicando las seis de la tarde, el gabinete pulcro, impecable, casi un espejo que dilucida las arrugas y las bolsas de noches intratables bajo los ojos, los niños en la computadora, tuiteándo los pormenores de la adolescencia, la comida del señor lista en el microondas, esperando las vueltas incesables para el tiempo, se quita el uniforme para no ensuciarlo en la camioneta, se despide de la señora que se encuentra hipnotizada por un sueño de vida ajena transmitida por un canal local que interrumpe la historia de amor para dar los titulares de las noticias, la perilla de la puerta gira y descubre al señor con su saco caro y una sonrisa hipócrita, escucha el «buenas noches» que por orden natural se debe de contestar, trata de evitarlo pero alcanza a escuchar un «¿la llevo a la parada?» que se niega a aceptar porque no quiere que el señor le acaricie las nalgas cuando se baje del automotor, no porque no lo quiera sino porque cree que es más digna que eso, más digna que los gemidos tácitos en el cuarto de planchado, o más digna que un hotel que alberga pulgas en los colchones y gemidos más fuertes tras las paredes de la habitación. La llave gira, el motor se detiene y da un suspiro por haber llegado con todo y carro a la entrada de su hogar, el periódico del día bajo el brazo, listo para cubrir cualquier mancha de orina de perro que la doméstica ya no alcanzó a limpiar, la luz de la puerta descubre las piernas de la doméstica, un calor recorre el pecho y aterriza en el miembro, una leve sonrisa acompañada del «buenas noches» que desde pequeño tiene costumbre de dar, el desconcierto ante la negación y la indignación que traduce la mirada de la muchacha, el beso a sus hijos llenos de historias que le cuentan al Facebook, el beso a la mujer que lo aparta porque no se quiere perder los avances de la novela, las noticias que cuentan el fin de una vida allá donde vive la muchacha, un leve desasosiego mientras el saco cae en el canasto de la ropa sucia, un tronido que nace de los hielos que chocan contra el vaso y merma cuando el whisky escurre por el vidrio; el reloj da las seis con cinco minutos, el puente no se cruza pero será digna historia de los protagonistas cuando la cuenten cada quién de su lado. 

Cayó

Cayó rauda y veloz, como los brillos que nacen de su sonrisa en bocas ajenas; cayó, sólo para darme una brisa con sus alaridos que de alguna manera reconfortan el ser, acelerando el corazón con nervios que tienen voluntad propia. Cayó, para darle una felicidad efímera a mis brazos sosteniendo sus curvas tan lindas. Cayó

domingo, 23 de junio de 2013

Descosido

— Son las 9:00 PM, veintiún horas dice el reloj — Me dice Chicas, el guardián diurno y nocturno de mi casa, apila sus costales en la pared junto al portón y se dispone a vigilar la vida que pasa; claro que Chicas no es su verdadero nombre; su nombre es Amilcar pero no recuerdo su apellido lo cual es raro porque me lo dijeron hace un par de semanas mientras él estuvo hospitalizado. 

Recuerdo el motivo por el cual fue hospitalizado, difícil de olvidar algo tan bizarro, él decía que lo había mordido una máquina de coser, deambulaba por las calles quejándose de su pantalón deshilachado mientras la gente lo apartaba y aseguraba que había regresado al trago a pesar de que todos en la cuadra sabemos que ya no bebe desde hace varios años; a todos nos pareció gracioso que él se quejara de que una máquina de coser lo había mordido, lo mirábamos con extrañeza mientras trataba de articular una explicación fantasiosa; decía que estaba parado en la puerta de una señora que no conocemos y que mientras esperaba la máquina bajó de su estante y cerró sus fauces en la pierna del susodicho. 

Obviamente nadie le creyó pero sus quejidos eran difíciles de ignorar, yo mismo les diría que estaba loco o borracho, o ambos, si no hubiera presenciado con mis propios ojos lo que sucedió esa noche; caminaba de arriba hacia abajo por la cuadra, y yo lo veía desde el balcón de mi amigo, tomábamos y nos reíamos pero pronto las risas cesaron y las miradas se llenaron de terror cuando observamos como la piel de Chicas se empezaba a descoser, pequeños hilos de carne como el que se ve en las hilachas; poco a poco el desmembramiento lento pero seguro comenzó a suceder, primero a ligeros hilos y después a grandes pedazos de carne regados por el pavimento, no nos extrañamos que no destilara sangre porque la extrañeza y lo bizarro ya habían propasado nuestros sentidos; Chicas gemía de dolor mientras sus ligamentos se despedían de su cuerpo y pasaban a formar parte del paisaje urbano, tratamos de detenerlo pero nos aventó por el aire con una fuerza sobre humana, no se detuvo hasta que el sonido seco de sus huesos chocaba fuertemente con el asfalto; fue allí cuando los bomberos llegaron, la ambulancia pasó ululando por las calles de nuestro barrió y dando a luz a los superhéroes con casco negro que todos hemos visto. Camilla, vendas, ojos de sorpresa; todos pasó tan rápido que no hay nada relevante qué contar. 

Días después mi abuela me contó que la pierna de Chicas ya había sanado y que pronto lo darían de alta. La máquina de coser fue puesta a dormir en un museo no sin antes adaptarle un bozal y soldarle un letrero de «cuidado con las mordidas», todas las máquinas de coser en Guatemala fueron producto de pánico después que la noticia se difundió por los medios de comunicación, todas fueron encerradas en baúles y luego incineradas en una inmensa fogata en la plaza de la constitución; fue declarado el día nacional de la máquina de coser y la convirtieron en patrimonio cultural de la nación. 

Ahora chicas está allí, en su puesto de atalaya vivencial, dándome la hora y cuidándose de las máquinas de coser que se salvaron del fuego y ahora deambulan por las calles, esperando a su siguiente víctima. 


viernes, 21 de junio de 2013

Sabina

«Primavera de un amor 
amarillo y frugal como el sol»

Peces de Ciudad 
Joaquín Sabina

Colochos negros gruesos, unos pómulos prominentes, una nariz perfecta acompañada de una tez morena achocolatada. Sabina era una muchacha hermosa, quería ser cantante pero su voz no era la más hermosa para acompañar los si bemol de las notas; se imaginaba el viento creado por las miles de voces que coreaban sus canciones mientras sostenían el cepillo de pelo frente al espejo, un espejo sucio y roto por el alcohol en la sangre de su padre.

Se despertaba con las noches con gemidos tácitos, escupiendo dolor y escurriendo lágrimas mientras las manos de su padre acariciaban sus pequeños pechos puntiagudos, podía sentir el olor a whisky aunque ella no supiera lo que era cerca de sus labios, el aliento de borracho le quemaba los ojos café claro y la hacían llorar en silencio, ella sabía que tenía que llorar en silencio para no despertar a su madre que dormía en la otra habitación, su madre que lloraba en sus pesadillas, terrores nocturnos que las conectaban de manera mágica mientras el incubus paternal cometía su delito.

Tenía tan solo catorce años cuando huyo de su casa, se culpaba a sí misma por haber gritado esa noche; si tan solo se hubiera callado su madre no se habría despertado a insultarla y tratarla de puta. La lluvia siempre da un toque poético a las huidas, como si las gotas acariciaran la desgracia y las lavarán a manera de disculpa pero esa noche no llovía y Sabina caminaba solitaria y sucia por la catorce avenida, llorando sus penas, gritando porque después de tantas noches de silencio al fin podía desahogar su incertidumbre.

El avión pasando, el perro mojado tan indigente como ella, la luz neón que alumbraba la calle con las palabras “El paso clásico” la hipnotizo y sus pies casi por inercia entraron al antro de mala muerte, conduciéndose en la oscuridad, tropezándose con las mesas que albergaban aspiraciones pero no de sueños sino de un polvo blanco que acelera los sentidos, un polvo de hadas que se esparce por la sangre mientras quema las fosas nasales; Sabina caminó hasta el fondo, más allá de los cuartos y empujó una puerta grande y de madera con las palabras “administración” suspendidas por un pequeño clavo oxidado; la mirada de Sabina se pone a bailar con la dueña del lugar, no necesitó decir nada, sus ojos contaron la historia por ella. 

Sabina todavía cantaba; después de las colas kilométricas en la zona uno, después de los pinchazos en el brazo y la extracción del líquido bermellón, después de los resultados negativos para suerte de Sabina porque no sabemos qué tanta porquería tiene el padre de Sabina; todavía eleva las notas y performa lo que solía ensayar frente al espejo, quiere llorar pero se traga su tristeza puesto que el show debe continuar, trata de concentrarse en la canción, mientras las manos ásperas de los clientes recorren sus piernas, su cintura, sus nalgas; un pellizcos por aquí, una nota suelta por allá y Sabina descubre sus pechos un poco más formados desde la última vez que los evocamos, los chiflidos dejan su voz apaciguada mas no silenciada; Sabina sabe que el turno está lejos de terminar. 

Un cuarto con luz tenue, los pósters de mujeres extrajeras semidesnudas que por efecto de la gravedad casi besan el suelo, la panza peluda y sudorosa del anónimo que pagó por un rato de Sabina y la boca de Sabina recorriendo el miembro flácido del panzón, los gemidos horripilantes del cliente y después Sabina se pone en posición de ganarse el pan y la cama donde duerme; Sabina ya está acostumbrada al olor a látex, se sabe las mañas de los que se lo intentan quitar durante el coito y sabe cómo despachar a los enamorados que le dicen que la van a sacar de allí para llevarla a vivir mejor, pero Sabina tan herida por la vida sabe que no hay un mejor. 

Una noche más, otra vez las luces, pero en el público de esa noche hay algo diferente, una corbata que brilla debajo de una cardigan cara, una mirada que no se despega del cuerpo de Sabina; el acto de Sabina termina y ella es llamada a la mesa del gran gastador, Sabina lo toma de la mano y lo dirige a su puesto de trabajo; Sabina se despega de sus ropas y el magnate saca una caja reluciente que destellan en los ojos del premio de esa noche; Sabina besa el cuello del cliente y con susurro deja escapar un — ¿Me das? — El cliente sirve cuatro líneas en el buró, Sabina las aspira todas e inmediatamente cae fulminada por la droga, ve cómo el cliente se pone la corbata y sale de la habitación, Sabina acaricia la alfombra con sus lágrimas y la espuma tipo Alka Seltzer que emana de su boca, Sabina intenta cantar, intenta morir como el destino se lo decía a alaridos frente el espejo roto de su casa. Sabina muere. 

Sabina, llamada así por su hermosura comparada con las canciones del autor. Ahora Sabina canta pero ya no frente al espejo de su casa, ya no mientras su soledad combate con las manos que tienen mugre enterrada bajo las uñas; Ahora Sabina canta bajo un cajón de madera mientras sostienen las penas de los que deambulan por las fosas de los equis equis. Ahora Sabina canta desde su tumba sin epitafio. 

jueves, 20 de junio de 2013

Tiempo

Suena la alarma, con grandes alaridos que me discurren los sueños me dice que ya es tiempo de levantarme, un pequeño estirón en la cama, el miembro erecto y con orina que gime por salir.

Veo el reloj en el tablero del carro, está adelantado diez minutos pero sigue gritándome que ya voy tarde; la radio escupe estupideces en el programa matutino, pero mido los minutos por medio de las canciones, una, dos, tres canciones, me aceleran el pulso y me enturbian la manejada al trabajo. 

Llego, dos minutos antes para ocupar mi lugar en mi celda diaria, justo el tiempo necesario para preparar el veneno que me mantiene despierto; café, qué haría en las mañanas de no ser por el café, que a veces es mi única ingestión antes de la hora del almuerzo. Toca un descanso, tengo quince minutos para hacer otro café y disponerme a leer, un libro es la mejor abstracción, un estupefaciente permitido para olvidar las toneladas de trabajo que tengo; las miradas fugaces, los saludos matutinos, bolsas de insomnio que se colocan bajo los globos oculares durante la noche, gestos que parecen sonrisas pero evitan el contacto verbal, una mueca que dice «no me vayas a chingar».

La mañana transcurre o se escurre en los ir y venir del trabajo; hora de almorzar, desenredo mis audífonos que tienen un nudo meritorio de un niño explorador, uno regordete que lo mandan los sábados a aprender idioteces mientras los papás cogen con sus respectivos amantes, la inserción de las pastillas en las orejas, como una graciosa medicina que se ingiere por el audio, llega hasta el cerebro y suena another one bites the dust de Queen, siento a Mercury bailar por mi hipotálamo antes de morir de SIDA. Engullo la comida casi mecánicamente si no fuera por las sensaciones que trae; chirmol y guacamole que saben a verano, pollo que sabe a domingo, y frijoles que saben a frijoles. 

Se acaba el almuerzo y también el concierto de Queen, cierran el telón con we will rock you, regreso a mi puesto no sin antes saludar al poli, alentándolo porque ya falta poco, lo hago como un pequeño reconfortante para mi. 

La música de mi computadora se pudre de mala, y me pudre a mi con ella pero igual uso las canciones para medir los minutos que se van; otro receso, otra vez los micro cuentos de un libro tan bueno que me regenera las partes podridas. 

Se acaba el día laboral, no hay campana que lo anuncie pero yo ya estoy con un pie afuera, más afuera que en la tumba; me subo a mi carro y veo otra vez los diez minutos, pero ahora me dicen que es temprano y que el tiempo se escurrió como sangre (porque es espesa igual que el tiempo en el trabajo), bajo los papeles de mis pendientes; es temprano, temprano para gastar el tiempo en las nubes y escribir esto que usted lee. 

miércoles, 19 de junio de 2013

Viajes

El sello se estrella con el pasaporte creando la onomatopeya del libre acceso a la tierra desconocida, al país donde eres extranjero pero me siento lugareño; 

Un alíen caminando por las rubicundas calles, confundiendo el cielo con el reflejo del mar donde se evaporan las sonrisas que se esconden tras las nubes; la mesa de un restaurante a la orilla del mar, una cerveza que suda los pormenores de la añoranza del país natal; todo se convierte en un cúmulo de emociones que hacen esbozar una sonrisa, la cual mengua la estupefacción del estar ahí, en ese lugar que emana de sus rincones pedazos de una bienvenida austera y simpática, para que tu boca haga una contorsión a manera de carcajada mientras tienes el líquido burbujeante y amargo en los bordes de los labios. 

La mochila en los hombros te hace pensar que tu vida la llevas en la espalda, y que cambia a cada paso; cada vuelta, cada bar, cada teatro y cada mirador crea la transición del contexto hacia los recuerdos que un día le contarás al que se interese por escuchar de tus anécdotas. 

Los correteos para alcanzar el vuelo, otra vez el sello del pasaporte; estar arriba de las nubes dice que estabas destinado a volar aunque no hayas nacido ave. La sonrisa cálida y amigable del guardia de seguridad, una camioneta pollera, tu cara casi besando las axilas de los que vienen dando pequeños sís al vacío, luchando con el sueño o por el sueño de llegar. 

Otra vez eres alíen, otro destino, otra vez, misión cumplida. 


martes, 18 de junio de 2013

Contaminación

Contaminación. Una palabra muy complicada para mi ya que tiene demasiados significados, no literalmente pero emocionalmente sí. La contaminación según dice el diccionario es: «Acción o efecto de contaminar» que quiere decir: «Alterar nocivamente la pureza o las condiciones normales de una cosa o un medio por agentes químicos o físicos.»; eso, alterar la pureza de una cosa, o un ser, en este caso yo. 

Camino por la calle y cuento los parabrisas de los carros en los que me gustaría estrellar mi cráneo y dejar mis ideas esparcidas por el pavimento, lleno de emociones que frustran y se combinan con los diferentes matices de desidia, de abandono, de rencor. Mucho mal para una persona tan pequeña, o de pequeño cuerpo como lo soy yo. 

Ese saltimbanco de emociones solo se traducen a una palabra: contaminación. Me contamina la negatividad, el desdén con el que el mundo genera su energía; como si en cada alba nace un nuevo odio para alimentar a la población que se desplaza reptante, anacrónico, austero para nuestras normas ya tergiversadas y se refugia en los cuerpos vacíos de la gente con la que tengo interacción.

Pero contrario a lo que imagino, no es el afuera el que me contamina, no son los miles de elementos flotando en el presente, soy yo; la contaminación nace del adentro hacia afuera. Peregrina su permanencia de manera libre dentro de mi pecho, rebotando con mis costillas y vociferando maldiciones para todo aquel que se me cruce. 

Soy antropólogo, o bueno, casi soy antropólogo pero a veces la contaminación me hace dudar de la bondad, de su existencia mejor dicho; me hace preguntarme qué tan hondo hay que cavar para poder exhumar los buenos sentimientos albergados ya únicamente en el imaginario de la humanidad. De cuando en cuando resurgen unos destellos de amor, soslayados por el día a día de la sociedad, arrancados y mutilados por el odio que cubre como nubes de tormenta hasta sofocar los buenos sentimiento. 

La contaminación puede ser efímera pero poderosa, opuesto a su polaridad que viaja en reversa, callándose en la historia y en los recuerdos. ¿Hasta dónde puede llegar la contaminación? 

domingo, 16 de junio de 2013

Somos lo que perdemos

El semáforo da luz roja, la resaca me hace retumbo en la cabeza y casi puedo saborear la espuma de la cerveza que ahora solo me hace querer vomitar, el sol atraviesa el cristal y se traduce en irritación para mis ojos; el calor, la resaca, la irritación, todo marcha al unísono sonido del motor que avanza casi reptando; con un movimiento de traslación nos transporta hacia el cementerio, no en sentido figurado, realmente vamos al cementerio; mi familia y yo, casi todos sus miembros reunidos en el espacio de color gris, en esa celda calurosa y alfombrada, yendo hacia el lugar donde descansan todos los recuerdos, los amigos, las mamás y los papás de alguien; la lista sigue porque es casi seguro que todos y cada uno de los cuerpos que yacen en el camposanto tienen un título, el cual, arrastraron hasta su muerte. En nuestro caso el imaginario tiene varios títulos, varias penas y recuerdos amargos, se le llama hijo, hermano, tío, papá, todos son sinónimos del dolor que causa el recuerdo y la ausencia. 

Al perdernos en las calles y avenidas puedo ver locales que eran y ya no son, siguen siendo negocios pero ya no el mismo, ni con la misma gente, por eso eran y ya no son; la gente se detiene frente a los locales, tal vez es el recuerdo, la nostalgia, un primer beso, una propuesta de matrimonio, una sorpresa de un ascenso, todos esos filmes guardados en la memoria y ahora evocados en un matiz grisáceo por el recuerdo de lo que ya no está, lo que ya no existe y se vuelve a guardar en el baúl del hipocampo, dejando solo el sabor, que únicamente el actor de ese filme podrá decirnos a qué sabe su recuerdo. 

Llegamos al cementerio, las colinas empinadas repletas de nombres, de fechas, de epitafios que describen de la mejor manera al recuerdo del amigo, de la novia, del sobrino pero todos describen los recuerdos ya que de lo contrario el epitafio sería algo así como: «Aquí está el cuerpo en estado de putrefacción de Jenner Santos. Que los gusanos se alimenten de su carne siempre.» O algo así; los epitafios son la manera más poética de decir que no eran tan cabrón el  o la hijueputa aquí enterrado, o enterrada, que al final de todo, era una buena persona. 

Mi abuela reza a su difunto, su hijo; eleva una oración en susurros tácitos que se unen al viento y siendo optimistas, lleguen a los oídos de Dios y se los comunique al susodicho en dónde quiera que esté. Termina sus oraciones y se sienta algo alejada de la tumba, pero deja la mirada pegada al mármol y la fecha en letras doradas; acerca la silla y acaricia nuevamente la fecha, y el nombre, primero el nombre y luego la fecha, detiene sus dedos un momento sobre la fecha, como a manera de reclamo o de pregunta, la ve pero no la entiende, no entiende cómo esa fecha la conoce, la sabe, la lloró, no entiende por qué es ella la que ve la fecha de la muerte de su hijo y no viceversa, no que la fecha la vea a ella, sino que su hijo vea la fecha de la muerte de su madre.

Se levanta y dice que nos retiremos pero su mirada continúa en la lápida, lamiendo sus bordes y sus letras color oro, tal vez con la esperanza de que la mirada lo devuelva a la vida, que lo abstraiga de ese cajón y lo saque justo como ella lo recuerda antes del cáncer. Mi papá la ayuda a levantarse de la silla, y con su mano empuñada golpea suavemente la lápida, como diciendo que lo extraña pero es muy macho para decirlo en voz alta, su mirada también se queda pegada a la lápida, acompañando a la de mi abuela, a la de su madre; ambas miradas velando un cuerpo inerte y un recuerdo en sepia, ambas unidas por el dolor y la ausencia; tomadas de la mano las miradas piden quedarse eternamente plasmadas en el recuerdo, en la tumba, en las letras color oro.

Termina el viaje al cementerio, mi hermana regresa de su escondite entre lápidas y peregrinamos nuestros cuerpos de regreso a la pequeña celda calurosa, un horno que espera pacientemente para cocer nuestros cuerpos en su interior. Alzo la mirada y allí están observándome   todos esos nombres, todas esas fechas y todos en sus letras doradas, rogando por un poco de caricia, suplicantes por que mi mirada también se quede para vigilar sus cuerpos mientras sus almas deambulan por el ayer; pequeños gestos de amor se encuentran regados por el suelo; tarjetas, flores, cartas, todas con su destinatario en letras fugaces y tiernas que hacen esbozar una sonrisa y practicar el antiguo arte del llanto, todas golpeadas por el tiempo despiadado que no perdona y al igual que los recuerdos se van deteriorando, borrando los títulos que en esencia siguen plasmados en los corazones de los remitentes; se lee un papito, un feliz día del cariño mami, te extrañamos tío y la lista sigue y los títulos siguen y los recuerdos muerden y desgarran incisivamente el corazón, haciendo doler un poco más, un poco menos. 

Subo al auto y cierro la puerta para morir lentamente bajo el sol, añorando lo que fue, pensando en lo que es y lo que será,  pensado que: Somos lo que amamos, lo que queremos, lo que extrañamos, y también, al final, somos lo que perdemos.