sábado, 23 de noviembre de 2013

¿Todavía me quieres?

Las manos recorren la espalda desnuda, abierta como un páramo infinito, cálido, tierno; ella deja escapar un sollozo adormitado, gira su cuerpo en dirección de las caricias, besa las manos con delicada vehemencia y vuelve a dormir. 

Las tizones de la leña crepitan en la humedad de la costa, ambos observan lo último de las brasas consumirse con solemne paciencia, calculan indiferentes la cantidad de agua, la cantidad de tortillas, el tiempo para que se apague el comal y se enfríe el café —Ya se juntó Dany — dice ella como si no importara, como si fuera cualquier cosa que el último de sus hijos los haya abandonado; él desvía la mirada del fuego un momento, corre los hombros hacia atrás como un gesto de disculpa, no porque  sintiera la deuda de la culpa sino porque era la costumbre que movía mecánicamente sus brazos, observó el vacío un momento, la oscuridad que cubría casi todo el cuarto de lámina, dejó que la incertidumbre del silencio inundara con parsimonia el cuarto, su mirada se encontró con la de ella, dos pares de ojos cubiertos por una capa vidriosa, apreciaron la justa condesendencia que se abría paso entre las arrugas de ambos, dos cuerpos, dos miradas encontradas en la tristeza de la soledad. — A ver qué tal — dijo él en un ronquido que parecía ser su voz en la lejanía de la carretera, un camión de caña interrumpió el ambiente y las miradas regresaron penitentes al fuego crepitante. 

La música salía estrepitosa de las bocinas, como una escupida ácida que se estrellaba en las mejillas y se deslizaba hasta las orejas, llevaban varias horas discutiendo, el calor del motor que los sumergía aún más en la ira los sofocaba, — bajále a la velocidad que igual ya vamos tarde — dijo ella, él respondió con un crujir de dientes, una pacífica protesta ante la queja, ya hacia unas cuantas horas que habían pasado el peaje, decidieron ser cómplices en la vergüenza de estar perdidos en la costa, la antipática velocidad aumentaba con las emociones que contraían los pechos entusiasmados por la fiesta, ambos afirman que nunca vieron tantas estrellas en el cielo como en esa noche de verano, ambos abrazaban el firmamento en silencio acompañados en su desafiante soledad, ambos encontraron las miradas ajenas llenas de terror cuando sintieron estremecer el metal del auto. Pánico, gritos, lágrimas, miedo, euforia, todo era una hermosa mezcla de reiterada repugnancia, escucharon el coro desesperante de los pájaros, un camión en el carril paralelo, encendieron el motor que había rebotado como una ola de mar en el cuerpo de la mujer que yacía ensangrentada e inerte en el pavimento, el chirrido de llantas ahuyentó a la parvada que cantaba unísona al viento, las luces rojas matizaban el crimen que dejaban atrás en la oscuridad que reinaba la autopista, volvieron a observar el cielo, ya no habían estrellas que brillaran esa noche. 

No habían lágrimas que derramar, no existía el espacio para que la debilidad visitara los cuerpos que se lamentaban a un lado de la caja, la mirada indocil recorría el ataúd que reflejaba la luz hermosa de las candelas, trataba de adivinar la forma que tomaría la siguiente llama que alumbraba el cuarto de lámina. Ni alcohol ni tabaco, había decidido enfrentar a la muerte sin ninguna estupefacción que arriesgara tan solo un instante el recuerdo. — Métanme en la caja porque yo sin mi Georgina no me hayo, entiérrenme también porque qué voy a hacer sin ella — repetía como una burda oración, al pie de la caja, con el cuerpo cadavérico, el alma putrefacta, la mirada hundida en la penumbra, en la tristeza y el enojo, los cantos empezaron a coronar la imagen repetitiva de un velorio de pueblo, pensó en la muchacha hermosa y sumisa que conoció setenta años antes, las imágenes explotaban en la cabeza creando con violencia un caos inmensurable, le estallaban las sienes, agitaban tristemente la cabeza que todavía retenía unas pocas canas, afuera solo se sentía la asfixia del calor, inexplicablemente un viento recorrió el cuarto, apagó las velas. — Ahora sí sé la llevó — otra vez el ronquido seco se apoderaba del silencio, un sollozo fracturado estremeció los cuerpos de los fantasmas que dejaban sus condolencias junto a la silla que él ocupaba. Nadie nunca afirmó que tal sollozo haya existido. 

Acariciaba los sellos que el guardia del penal le puso con innecesaria fuerza, lentamente un color rojizo rodeaba las marcas negras de la tinta, no pudo evitar que una lágrima acariciara su mejilla blancuzca, escuchó el tronido seco de la puerta de metal, los pasos ruidosos parecían aumentar el dramatismo gracioso de la situación, él se sentó, con la mirada perdida, con la mirada llena de confusión y carisma, se sentó como protegiendo el cuerpo de la inmutable estocada que se dejaba venir, antes de que su boca se transformara en los invariables insultos que había prácticado en las noches anteriores, antes de que el brillo en sus ojos se apagara para siempre, pudo ver en la mirada de ella, burlona y complaciente, una ligera pena, un ligero arrepentimiento que amortiguaba la ira. Ella, irónica y desvaída tosió para prolongar el silencio, para evitar que él iniciara la plática, para ella obtener la última victoria que agazapaba en el odio albergado a un lado de sus costillas, extendió la mano a manera de disculpa, padeció pacientemente la espera de una escupida o de unos dedos cálidos, bramantes por un beso, por una caricia, fue lo segundo; con los ojos solemnes y humillados, apartando el odio y la tristeza  pudo al fin exhalar las palabras. — ¿Todavía me quieres? — Una silueta negra acompañaba a la pareja, un silencio tenebroso inundó el cuarto, ella apartó la mano y se echó a llorar.