Era viernes, lo recuerdo porque mi madre lloraba y ella lloraba casi todos los viernes; ese día no recuerdo tener un pastel o un abrazo de mi madre felicitándome por mi cumpleaños, tan solo el vaho que salía de su boca, su cálido aliento que murmuraba maldiciones y rezos, deseos inconexos de una vida que se esfumaba muy lejos de nosotros.
Dieron las cinco y mi madre estalló en llanto inconsolable, fuera de sí, gritando, insultando al televisor; arrastraba sus lamentos por el cuarto medio lleno, medio vacío para mi, me tomó de la mano y me dijo que bailáramos, el cuerpo le temblaba, tenía los ojos hinchados y llenos de soledad, el chico del apartamento 512 inundo la habitación, mi madre se contoneaba, me arrullaba con su cuerpo, la pieza era movida pero los cuerpos se mecían con letanía y lentitud, quería abrazarla, preguntarle por qué lloraba, no solo hoy sino que todos los viernes de mi vida, todos los viernes que mi papá salía a emborracharse y no regresaba hasta la madrugada del sábado, pero no me atreví, nunca tuve el valor de besar su soledad, de acariciar sus tristezas y desventuras, sus recuerdos y sacrificios, nunca en esos viernes pude decirle que yo también lloraba en las noches por su soledad.
Selena murió un viernes cualquiera, lo recuerdo porque mi madre lloraba y ella lloraba casi todos los viernes, a pesar de tenerme a mi, a pesar de divertirnos cuando me enseñaba a bailar, a pesar de compartir esa soledad hija de puta, mi madre lloraba. Ahora, mientras sostengo su cuerpo frágil y presumo de que ella me enseño a bailar, comprendo todas esas lágrimas que amanecieron muertas en el suelo, en su almohada, entiendo que la nostalgia de un cuerpo puede quebrarte, distanciarte de la realidad y sumergirte en ese mundo oscuro de recuerdos y fantasmas.
Mi madre lloró en mi cumpleaños, un viernes cualquiera pero no por cualquier razón. Mi madre lloró en mi cumpleaños porque asesinaron a Selena, pero, por lo menos, dejó sus lágrimas caer en ese viernes por un cuerpo diferente.