miércoles, 9 de octubre de 2013

El caballete

Sus pasos son impredecibles mientras se tambalea entre las esquinas, mareado por el sol, la conmoción, el deseo de llorar que repta por el pecho; las vueltas que llevan a ningún lugar se convierten en personas que ignoran su suplicio; se pregunta a dónde van esas manchas que caminan en el gris de las rue  y al mismo tiempo separa los cuerpos de las caras impúdicas ante la expresión suplicante de su anhelo, desarma a los pequeñas marionetas que se borran y se convierten en fantasmas que por un ínfimo instante cree conocer en esa espacialidad en la que el tiempo se congela y que por tan solo un hermoso momento forman parte de él, lo transforman y lo convierten en lo que el doctor dijo que se tiene que acostumbrar a ser.

Sabe que ha llegado porque todavía reconoce el sous les pavès la plague que acompaña el marco de su puerta, pintarrajeado en el olvido de una mano temerosa de los golpes despiadados de la política y la represión. Levanta las secciones de su cadáver vacío y transporta su podredumbre hasta la esquina donde la cama sostiene sus horas en las que vive del sueño y el tabaco, gira los ojos y observa la penumbra acompañada del desencanto, esa penumbra que invariablemente se apodera del cuarto y juguetea con los colores desvaídos que alternan su felicidad con el odio y la culpa. 

Desnuda los recuerdos del pecho que le carcomen la garganta y escupe un "madre, ¿por qué me abandonaste?": llora, grita, siente el calor del odio que le quema la boca y le hace estremecerse en los dedos. La memoria se fractura en las imágenes que se borran no solo en la mirada sino en el imaginario de sus hazañas sin cumplir, la grandeza a la que estaba destinada se desvanece en la ceguera que no puede controlar, esa ceguera que ahora es él, que se convierte en la nueva identidad que debe soportar y lo traslada a ese mundo que no le permitirá brillar.

Ahora acostado, con los pensamientos que relampaguean y se estrellan con la desilusión empieza a balbucear su nombre y apellido, primero el apellido y luego el nombre, Valenti, Carlos, Carlos Valenti, se construye y se destruye en esa catarsis que se adueña de sus sentidos embrutecidos, las frases hacen eco en el contorno de su ser ecléctico y desvariado, borracho de tristeza se levanta e imagina esa lejana que nunca formó parte de él, esa persona con la que pudo compartir sus alegrías y llantos, en la que desemboca el deseo confuso de un miembro masculino fuerte, o unos labios chorreántes que abren sus puertas para entregar placer. 

Sentado en su cama que sostiene su carcasa y explota su mente que lo acusa de no ser lo que debía, deja caer la mirada sobre el caballete que aun tiene su forma hermosa, tan hermosa como la primera vez que lo vio y se llenó de amor y ternura desatando su talento en el mar infinito de su imaginación. El caballete se perfila magnánimo ante la oscuridad que poco a poco se apodera de él, el caballete se ve cada vez más ajeno, más lejano, más pequeño, se convierte en una mancha que huye indolente con sus sueños de ser un gran pintor, la imagen distorsionada empieza a desvanecerse en su castigo, ahora es un verdugo que representa las ovaciones y los elogios que nunca escuchará, palpa el caballete, sabe que esta allí, pero también sabe que de alguna manera se ha ido, se ha ido para ya no volver. 

Vuelve a repetir su nombre hasta que las palabra pierden sentido, se hunde nuevamente en la catarsis que se alterna con el deseo de morir, deseo que debe cumplir para que su recuerdo se quede estático y crepitante en la grandeza intermitente de la memoria. Valenti, Carlos, Carlos Valenti, dos disparos. Fin