Watchmen the movie
Escucho los disparos, sonidos huecos que hacen eco en el infinito; ínfimos verdugos con capucha de plomo, expansivos que se introducen en mi carne para crear una flor de viseras que me reclaman la vida para siempre, caigo al suelo y el polvo se empieza a mezclar con el líquido gelatinoso, mis ojos lloran pero no sé si es por el dolor o la angustia que alcanzo a sentir; pequeños hilos de vida escapan por los orificios donde las balas encontraron su morada, la sangre derrama por el suelo mis miedos, mis alegrías, mis penas, mis recuerdos tan hermosos que alguna vez decidí archivar en lo más profundo de mi pecho. Todas las emociones empiezan a mermar con la oscuridad que cubre a mis ojos, todavía puedo ver las miradas de los curiosos que se forman a mi alrededor, llaman a los bomberos y explican la dirección que forzadamente unos desalmados me dieron como tumba provisional, creo escuchar unos lamentos de alguien que no me conoce, o me conoció, el dolor parece disminuir pero también disminuyen mis fuerzas, mi respiración empieza a descender tácitamente y empiezo a elaborar la explicación que le daré a Dios por no haber creído en él. La vida sigue escurriendo por los orificios, mis hálitos son prófugos de mi ser y ruego en silencio por un vaso con agua que seguramente colocarán al lado de unas veladoras en esta esquina tan sucia y polvorienta. Tal vez mi madre me perdone por no irla a visitar, tal vez ella utilice el dinero del seguro para pagar mis deudas y darme un sepulcro algo digno, tal vez la ambulancia llegue a tiempo y no me muera como perro en la calle, tal vez, esta no es la forma de morir para mi, a pesar de que yo mismo siendo un delincuente, muchas veces imagine esto pero sinceramente, esta no es la forma de la que me quería ir.
—«Tres quetzales de francés, y dos de manteca. Tres quetzales de francés, y dos de manteca.» — Lo repito en mi interior como las planas que hacía en la primaria de castigo, producto de una señora gorda que tenía el descaro de llamarse “maestra” mientras protegía a mis pendencieros personales tan solo porque le llevaban carne y verduras; era tan fácil para ella sacrificar mi tranquilidad y vender mis brazos a los golpes certeros de los abusadores. Repito la oración de los panes mientras camino por las calles de la Aguilar Batres hacia la Bolívar, ojalá y no se me olvide pasar por la comida y es que ya son muchos los gritos que he escuchado por causa de lo mismo. La pasarela está allí, tan lejos de mis piernas, tan cerca está el otro lado de la calle, invitando a mi cansancio a no aumentar si logro cruzar con cautela; mis piernas optan por cruzar la avenida, mis piernas porque yo jamás debí haber optado por hacerla de torero ante los ebrios con licencia de conducir; evado el primero pero el segundo no, siento el impacto que me hace flotar maravillosamente en el aire y presentar mi ser con el pavimento, un sonido seco de carne y huesos batallando por saber quién es el más solido, el pavimento gana y mis órganos se pulverizan con el choque, el dolor es insoportable y me arrastro unos cuantos centímetros, los suficientes para quedar en una posición que tantas veces he visto pero nunca desde esta perspectiva, nunca vi un muerto desde el suelo, creo que todavía no lo he visto puesto que mi cuello no puede moverse en dirección a mi cuerpo, no puede moverse hacia ninguna dirección de hecho. Una máscara de sangre recubre mi rostro, puedo sentir como el viento de los demás carros que me esquivan empiezan a secar la sustancia tipo gelatina que escapo primero; el dolor ya no está, un entumecimiento se apodera de mi cuerpo y me dice que me despida de mis sentidos porque ya no los voy a necesitar a dónde quiera que vaya. La multitud se aglomera, el aire es escaso y quisiera que se alejaran para que no me roben los últimos momentos que me quedan, me los roban con sus miradas, con sus preocupaciones, con su ligera empatía que llena el vacío de la noche oscura y tintineánte; tengo hijos, esposa, un perro que seguro se preguntarán en dónde estoy y por qué no llego con el pan. «Tres quetzales de francés, y dos de manteca», alguien por favor lleve el pan a mi casa.
Ya voy tarde pero la multitud me atrae, el morbo me consume y me corroe por ver lo que tantas veces escucho en los noticieros. Llego pero me desilusiono ya que el muerto no está desfigurado ni mutilado, un simple pobre diablo que dejó su vida tirada en la calle, trascendiendo en la historia por medio de su sangre mezclada con el pavimento que deja entrever el piedrín de una pobre mezcolanza de trabajo, sudor, cemento y albañiles; pienso que podría ser mi hermano, mi papá, mi cuñado etcétera, pero él ya no existe para preguntarle si es hermano, padre o cuñado, él forma ahora parte del mundo de los mudos, los que reviven por medio de fotos y lágrimas, por medio de flores en el día de los muertos, ahora no es más que una silla vacía en el comedor y hermano de los que cargan penas en los hombros bajo la tierra. Parece que me ve, sus dedos convulsionan por voluntad propia y mis piernas hacen lo mismo, alejándose de la angustia de un difunto en la avenida. Ahora es más tarde pero el tiempo es justo para que me una a él, bajo el puente que terminará mis deudas y mi soledad, es tiempo para que mi desasosiego sempiterno migre a otro ser que no tiene la culpa. Es tiempo de que los demonios que están atrapados en mi, sean libres y atormenten a los que todavía estarán. Es tiempo ya de unirme a los que ya no están.