domingo, 30 de junio de 2013

Crónica de un muerto

«None of you seem to understand. I'm not locked in here with you. You're locked in here with *ME*!»

— Rorshach —

Watchmen the movie

Escucho los disparos, sonidos huecos que hacen eco en el infinito; ínfimos verdugos con capucha de plomo, expansivos que se introducen en mi carne para crear una flor de viseras que me reclaman la vida para siempre, caigo al suelo y el polvo se empieza a mezclar con el líquido gelatinoso, mis ojos lloran pero no sé si es por el dolor o la angustia que alcanzo a sentir; pequeños hilos de vida escapan por los orificios donde las balas encontraron su morada, la sangre derrama por el suelo mis miedos, mis alegrías, mis penas, mis recuerdos tan hermosos que alguna vez decidí archivar en lo más profundo de mi pecho. Todas las emociones empiezan a mermar con la oscuridad que cubre a mis ojos, todavía puedo ver las miradas de los curiosos que se forman a mi alrededor, llaman a los bomberos y explican la dirección que forzadamente unos desalmados me dieron como tumba provisional, creo escuchar unos lamentos de alguien que no me conoce, o me conoció, el dolor parece disminuir pero también disminuyen mis fuerzas, mi respiración empieza a descender tácitamente y empiezo a elaborar la explicación que le daré a Dios por no haber creído en él. La vida sigue escurriendo por los orificios, mis hálitos son prófugos de mi ser y ruego en silencio por un vaso con agua que seguramente colocarán al lado de unas veladoras en esta esquina tan sucia y polvorienta. Tal vez mi madre me perdone por no irla a visitar, tal vez ella utilice el dinero del seguro para pagar mis deudas y darme un sepulcro algo digno, tal vez la ambulancia llegue a tiempo y no me muera como perro en la calle, tal vez, esta no es la forma de morir para mi, a pesar de que yo mismo siendo un delincuente, muchas veces imagine esto pero sinceramente, esta no es la forma de la que me quería ir. 

—«Tres quetzales de francés, y dos de manteca. Tres quetzales de francés, y dos de manteca.» — Lo repito en mi interior como las planas que hacía en la primaria de castigo, producto de una señora gorda que tenía el descaro de llamarse “maestra” mientras protegía a mis pendencieros personales tan solo porque le llevaban carne y verduras; era tan fácil para ella sacrificar mi tranquilidad y vender mis brazos a los golpes certeros de los abusadores. Repito la oración de los panes mientras camino por las calles de la Aguilar Batres hacia la Bolívar, ojalá y no se me olvide pasar por la comida y es que ya son muchos los gritos que he escuchado por causa de lo mismo. La pasarela está allí, tan lejos de mis piernas, tan cerca está el otro lado de la calle, invitando a mi cansancio a no aumentar si logro cruzar con cautela; mis piernas optan por cruzar la avenida, mis piernas porque yo jamás debí haber optado por hacerla de torero ante los ebrios con licencia de conducir; evado el primero pero el segundo no, siento el impacto que me hace flotar maravillosamente en el aire y presentar mi ser con el pavimento, un sonido seco de carne y huesos batallando por saber quién es el más solido, el pavimento gana y mis órganos se pulverizan con el choque, el dolor es insoportable y me arrastro unos cuantos centímetros, los suficientes para quedar en una posición que tantas veces he visto pero nunca desde esta perspectiva, nunca vi un muerto desde el suelo, creo que todavía no lo he visto puesto que mi cuello no puede moverse en dirección a mi cuerpo, no puede moverse hacia ninguna dirección de hecho. Una máscara de sangre recubre mi rostro, puedo sentir como el viento de los demás carros que me esquivan empiezan a secar la sustancia tipo gelatina que escapo primero; el dolor ya no está, un entumecimiento se apodera de mi cuerpo y me dice que me despida de mis sentidos porque ya no los voy a necesitar a dónde quiera que vaya. La multitud se aglomera, el aire es escaso y quisiera que se alejaran para que no me roben los últimos momentos que me quedan, me los roban con sus miradas, con sus preocupaciones, con su ligera empatía que llena el vacío de la noche oscura y tintineánte; tengo hijos, esposa, un perro que seguro se preguntarán en dónde estoy y por qué no llego con el pan. «Tres quetzales de francés, y dos de manteca», alguien por favor lleve el pan a mi casa. 

Ya voy tarde pero la multitud me atrae, el morbo me consume y me corroe por ver lo que tantas veces escucho en los noticieros. Llego pero me desilusiono ya que el muerto no está desfigurado ni mutilado, un simple pobre diablo que dejó su vida tirada en la calle, trascendiendo en la historia por medio de su sangre mezclada con el pavimento que deja entrever el piedrín de una pobre mezcolanza de trabajo, sudor, cemento y  albañiles; pienso que podría ser mi hermano, mi papá, mi cuñado etcétera, pero él ya no existe para preguntarle si es hermano, padre o cuñado, él forma ahora parte del mundo de los mudos, los que reviven por medio de fotos y lágrimas, por medio de flores en el día de los muertos, ahora no es más que una silla vacía en el comedor y hermano de los que cargan penas en los hombros bajo la tierra. Parece que me ve, sus dedos convulsionan por voluntad propia y mis piernas hacen lo mismo, alejándose de la angustia de un difunto en la avenida. Ahora es más tarde pero el tiempo es justo para que me una a él, bajo el puente que terminará mis deudas y mi soledad, es tiempo para que mi desasosiego sempiterno migre a otro ser que no tiene la culpa. Es tiempo de que los demonios que están atrapados en mi, sean libres y atormenten a los que todavía estarán. Es tiempo ya de unirme a los que ya no están. 

miércoles, 26 de junio de 2013

Puentes

Todos hablan de puentes sin darse cuenta, hablan de noticias, lugares, personas, todas una sucesión de imaginarios que existen paralelamente entre los protagonistas de las diferentes historias. 

Todos hablan del otro extremo del puente, lo conocen por medio de la eminencia social que acompleja al ser humano; el café se sirve hasta llenar la taza, el que está sentado dice gracias, y recibe una sonrisa mecánica como respuesta. Las medias reparadas con esmalte, los pies hinchados y cansados cubiertos por unos zapatos sucios y rayados de tacón medio, porque el tacón alto cansa mucho durante la jornada laboral, una jornada que guarda su felicidad para la última hora del día cuando se cierra el local y se agradece a Dios por haber terminado el día sin ser víctima de la criminalidad que se agazapa en los rincones más oscuros de la ciudad; del otro lado hay un reloj caro, el periódico que narra lo que acontece en los lugares donde vive la polaridad, zapatos bien lustrados y un traje caro que hace juego con la billetera rebosante de tranquilidad económica, un horario cómodo para trabajar y que deja tiempo para compartir con la familia; ambas descripciones tan diferentes, unidas por la cotidianidad, por un puente en que los personajes solo llegan a cruzar hasta la mitad por medio de interacciones que tienen la suficiente condescendía para clarificar el lugar de cada uno en la vida. La taza de café se termina de servir. 

La mano del agente hace la traducción de pisar el freno; la luz del semáforo da el alto, los peatones cruzan impetuosamente con temor de que algún desconsiderado les arrebate el último hálito de vida y lo convierta en el recuerdo de una ambulancia que lucha contra el tráfico por salvar una existencia. La mirada se cruza con la del policía de tránsito, su verde chillón molesta a la vista y crea ideas para nuevas bromas en la tarde; el tanque de gasolina medio lleno o medio vacío, la guantera llena de facturas y discos que se cambian según lo que dicte el humor, las alfombras sucias y los diferentes objetos que yacen sin vida regados por el suelo, solo algunos objetos renacen en las diferentes manos de sus dueños, la impaciencia que corre por las venas y desemboca en las manos que aplastan la bocina; el freno súbito, los peatones que acostumbrados a la sumisión articulan muchos «muchas gracias» mientras la mirada indiferente se estrella con el suelo, el carro que ronronea majestuosamente a medio metro, el deseo estar sentado en el asiento del conductor para olvidar el dolor palpitante debajo del cuero de las botas, la mirada se eleva para contemplar la amenaza del cielo y emana el recuerdo del sonido seco que crean las gotas de lluvia al impactar con el metal de la olla que protege el suelo del clima que se escurre por los agujeros del techo, un pequeño anhelo que se escapa del pecho puesto que los niños ya casi salen de la escuela, y estando tan cerca la caminata hacia la casa no es una opción, la boca seca, la necesidad de líquido cayendo por la garganta para mitigar la sed, el reloj barato que dice que todavía faltan muchos insultos para que se acabe el día; la mirada baja se vuelve a cruzar mientras que las piernas peregrinan perezosamente a un lugar seguro. El semáforo da verde, clutch, primera, bocinazo, otro puente pero este sin sonrisa que haga llegar hasta la mitad. 

El reloj con las agujas indicando las seis de la tarde, el gabinete pulcro, impecable, casi un espejo que dilucida las arrugas y las bolsas de noches intratables bajo los ojos, los niños en la computadora, tuiteándo los pormenores de la adolescencia, la comida del señor lista en el microondas, esperando las vueltas incesables para el tiempo, se quita el uniforme para no ensuciarlo en la camioneta, se despide de la señora que se encuentra hipnotizada por un sueño de vida ajena transmitida por un canal local que interrumpe la historia de amor para dar los titulares de las noticias, la perilla de la puerta gira y descubre al señor con su saco caro y una sonrisa hipócrita, escucha el «buenas noches» que por orden natural se debe de contestar, trata de evitarlo pero alcanza a escuchar un «¿la llevo a la parada?» que se niega a aceptar porque no quiere que el señor le acaricie las nalgas cuando se baje del automotor, no porque no lo quiera sino porque cree que es más digna que eso, más digna que los gemidos tácitos en el cuarto de planchado, o más digna que un hotel que alberga pulgas en los colchones y gemidos más fuertes tras las paredes de la habitación. La llave gira, el motor se detiene y da un suspiro por haber llegado con todo y carro a la entrada de su hogar, el periódico del día bajo el brazo, listo para cubrir cualquier mancha de orina de perro que la doméstica ya no alcanzó a limpiar, la luz de la puerta descubre las piernas de la doméstica, un calor recorre el pecho y aterriza en el miembro, una leve sonrisa acompañada del «buenas noches» que desde pequeño tiene costumbre de dar, el desconcierto ante la negación y la indignación que traduce la mirada de la muchacha, el beso a sus hijos llenos de historias que le cuentan al Facebook, el beso a la mujer que lo aparta porque no se quiere perder los avances de la novela, las noticias que cuentan el fin de una vida allá donde vive la muchacha, un leve desasosiego mientras el saco cae en el canasto de la ropa sucia, un tronido que nace de los hielos que chocan contra el vaso y merma cuando el whisky escurre por el vidrio; el reloj da las seis con cinco minutos, el puente no se cruza pero será digna historia de los protagonistas cuando la cuenten cada quién de su lado. 

Cayó

Cayó rauda y veloz, como los brillos que nacen de su sonrisa en bocas ajenas; cayó, sólo para darme una brisa con sus alaridos que de alguna manera reconfortan el ser, acelerando el corazón con nervios que tienen voluntad propia. Cayó, para darle una felicidad efímera a mis brazos sosteniendo sus curvas tan lindas. Cayó

domingo, 23 de junio de 2013

Descosido

— Son las 9:00 PM, veintiún horas dice el reloj — Me dice Chicas, el guardián diurno y nocturno de mi casa, apila sus costales en la pared junto al portón y se dispone a vigilar la vida que pasa; claro que Chicas no es su verdadero nombre; su nombre es Amilcar pero no recuerdo su apellido lo cual es raro porque me lo dijeron hace un par de semanas mientras él estuvo hospitalizado. 

Recuerdo el motivo por el cual fue hospitalizado, difícil de olvidar algo tan bizarro, él decía que lo había mordido una máquina de coser, deambulaba por las calles quejándose de su pantalón deshilachado mientras la gente lo apartaba y aseguraba que había regresado al trago a pesar de que todos en la cuadra sabemos que ya no bebe desde hace varios años; a todos nos pareció gracioso que él se quejara de que una máquina de coser lo había mordido, lo mirábamos con extrañeza mientras trataba de articular una explicación fantasiosa; decía que estaba parado en la puerta de una señora que no conocemos y que mientras esperaba la máquina bajó de su estante y cerró sus fauces en la pierna del susodicho. 

Obviamente nadie le creyó pero sus quejidos eran difíciles de ignorar, yo mismo les diría que estaba loco o borracho, o ambos, si no hubiera presenciado con mis propios ojos lo que sucedió esa noche; caminaba de arriba hacia abajo por la cuadra, y yo lo veía desde el balcón de mi amigo, tomábamos y nos reíamos pero pronto las risas cesaron y las miradas se llenaron de terror cuando observamos como la piel de Chicas se empezaba a descoser, pequeños hilos de carne como el que se ve en las hilachas; poco a poco el desmembramiento lento pero seguro comenzó a suceder, primero a ligeros hilos y después a grandes pedazos de carne regados por el pavimento, no nos extrañamos que no destilara sangre porque la extrañeza y lo bizarro ya habían propasado nuestros sentidos; Chicas gemía de dolor mientras sus ligamentos se despedían de su cuerpo y pasaban a formar parte del paisaje urbano, tratamos de detenerlo pero nos aventó por el aire con una fuerza sobre humana, no se detuvo hasta que el sonido seco de sus huesos chocaba fuertemente con el asfalto; fue allí cuando los bomberos llegaron, la ambulancia pasó ululando por las calles de nuestro barrió y dando a luz a los superhéroes con casco negro que todos hemos visto. Camilla, vendas, ojos de sorpresa; todos pasó tan rápido que no hay nada relevante qué contar. 

Días después mi abuela me contó que la pierna de Chicas ya había sanado y que pronto lo darían de alta. La máquina de coser fue puesta a dormir en un museo no sin antes adaptarle un bozal y soldarle un letrero de «cuidado con las mordidas», todas las máquinas de coser en Guatemala fueron producto de pánico después que la noticia se difundió por los medios de comunicación, todas fueron encerradas en baúles y luego incineradas en una inmensa fogata en la plaza de la constitución; fue declarado el día nacional de la máquina de coser y la convirtieron en patrimonio cultural de la nación. 

Ahora chicas está allí, en su puesto de atalaya vivencial, dándome la hora y cuidándose de las máquinas de coser que se salvaron del fuego y ahora deambulan por las calles, esperando a su siguiente víctima. 


viernes, 21 de junio de 2013

Sabina

«Primavera de un amor 
amarillo y frugal como el sol»

Peces de Ciudad 
Joaquín Sabina

Colochos negros gruesos, unos pómulos prominentes, una nariz perfecta acompañada de una tez morena achocolatada. Sabina era una muchacha hermosa, quería ser cantante pero su voz no era la más hermosa para acompañar los si bemol de las notas; se imaginaba el viento creado por las miles de voces que coreaban sus canciones mientras sostenían el cepillo de pelo frente al espejo, un espejo sucio y roto por el alcohol en la sangre de su padre.

Se despertaba con las noches con gemidos tácitos, escupiendo dolor y escurriendo lágrimas mientras las manos de su padre acariciaban sus pequeños pechos puntiagudos, podía sentir el olor a whisky aunque ella no supiera lo que era cerca de sus labios, el aliento de borracho le quemaba los ojos café claro y la hacían llorar en silencio, ella sabía que tenía que llorar en silencio para no despertar a su madre que dormía en la otra habitación, su madre que lloraba en sus pesadillas, terrores nocturnos que las conectaban de manera mágica mientras el incubus paternal cometía su delito.

Tenía tan solo catorce años cuando huyo de su casa, se culpaba a sí misma por haber gritado esa noche; si tan solo se hubiera callado su madre no se habría despertado a insultarla y tratarla de puta. La lluvia siempre da un toque poético a las huidas, como si las gotas acariciaran la desgracia y las lavarán a manera de disculpa pero esa noche no llovía y Sabina caminaba solitaria y sucia por la catorce avenida, llorando sus penas, gritando porque después de tantas noches de silencio al fin podía desahogar su incertidumbre.

El avión pasando, el perro mojado tan indigente como ella, la luz neón que alumbraba la calle con las palabras “El paso clásico” la hipnotizo y sus pies casi por inercia entraron al antro de mala muerte, conduciéndose en la oscuridad, tropezándose con las mesas que albergaban aspiraciones pero no de sueños sino de un polvo blanco que acelera los sentidos, un polvo de hadas que se esparce por la sangre mientras quema las fosas nasales; Sabina caminó hasta el fondo, más allá de los cuartos y empujó una puerta grande y de madera con las palabras “administración” suspendidas por un pequeño clavo oxidado; la mirada de Sabina se pone a bailar con la dueña del lugar, no necesitó decir nada, sus ojos contaron la historia por ella. 

Sabina todavía cantaba; después de las colas kilométricas en la zona uno, después de los pinchazos en el brazo y la extracción del líquido bermellón, después de los resultados negativos para suerte de Sabina porque no sabemos qué tanta porquería tiene el padre de Sabina; todavía eleva las notas y performa lo que solía ensayar frente al espejo, quiere llorar pero se traga su tristeza puesto que el show debe continuar, trata de concentrarse en la canción, mientras las manos ásperas de los clientes recorren sus piernas, su cintura, sus nalgas; un pellizcos por aquí, una nota suelta por allá y Sabina descubre sus pechos un poco más formados desde la última vez que los evocamos, los chiflidos dejan su voz apaciguada mas no silenciada; Sabina sabe que el turno está lejos de terminar. 

Un cuarto con luz tenue, los pósters de mujeres extrajeras semidesnudas que por efecto de la gravedad casi besan el suelo, la panza peluda y sudorosa del anónimo que pagó por un rato de Sabina y la boca de Sabina recorriendo el miembro flácido del panzón, los gemidos horripilantes del cliente y después Sabina se pone en posición de ganarse el pan y la cama donde duerme; Sabina ya está acostumbrada al olor a látex, se sabe las mañas de los que se lo intentan quitar durante el coito y sabe cómo despachar a los enamorados que le dicen que la van a sacar de allí para llevarla a vivir mejor, pero Sabina tan herida por la vida sabe que no hay un mejor. 

Una noche más, otra vez las luces, pero en el público de esa noche hay algo diferente, una corbata que brilla debajo de una cardigan cara, una mirada que no se despega del cuerpo de Sabina; el acto de Sabina termina y ella es llamada a la mesa del gran gastador, Sabina lo toma de la mano y lo dirige a su puesto de trabajo; Sabina se despega de sus ropas y el magnate saca una caja reluciente que destellan en los ojos del premio de esa noche; Sabina besa el cuello del cliente y con susurro deja escapar un — ¿Me das? — El cliente sirve cuatro líneas en el buró, Sabina las aspira todas e inmediatamente cae fulminada por la droga, ve cómo el cliente se pone la corbata y sale de la habitación, Sabina acaricia la alfombra con sus lágrimas y la espuma tipo Alka Seltzer que emana de su boca, Sabina intenta cantar, intenta morir como el destino se lo decía a alaridos frente el espejo roto de su casa. Sabina muere. 

Sabina, llamada así por su hermosura comparada con las canciones del autor. Ahora Sabina canta pero ya no frente al espejo de su casa, ya no mientras su soledad combate con las manos que tienen mugre enterrada bajo las uñas; Ahora Sabina canta bajo un cajón de madera mientras sostienen las penas de los que deambulan por las fosas de los equis equis. Ahora Sabina canta desde su tumba sin epitafio. 

jueves, 20 de junio de 2013

Tiempo

Suena la alarma, con grandes alaridos que me discurren los sueños me dice que ya es tiempo de levantarme, un pequeño estirón en la cama, el miembro erecto y con orina que gime por salir.

Veo el reloj en el tablero del carro, está adelantado diez minutos pero sigue gritándome que ya voy tarde; la radio escupe estupideces en el programa matutino, pero mido los minutos por medio de las canciones, una, dos, tres canciones, me aceleran el pulso y me enturbian la manejada al trabajo. 

Llego, dos minutos antes para ocupar mi lugar en mi celda diaria, justo el tiempo necesario para preparar el veneno que me mantiene despierto; café, qué haría en las mañanas de no ser por el café, que a veces es mi única ingestión antes de la hora del almuerzo. Toca un descanso, tengo quince minutos para hacer otro café y disponerme a leer, un libro es la mejor abstracción, un estupefaciente permitido para olvidar las toneladas de trabajo que tengo; las miradas fugaces, los saludos matutinos, bolsas de insomnio que se colocan bajo los globos oculares durante la noche, gestos que parecen sonrisas pero evitan el contacto verbal, una mueca que dice «no me vayas a chingar».

La mañana transcurre o se escurre en los ir y venir del trabajo; hora de almorzar, desenredo mis audífonos que tienen un nudo meritorio de un niño explorador, uno regordete que lo mandan los sábados a aprender idioteces mientras los papás cogen con sus respectivos amantes, la inserción de las pastillas en las orejas, como una graciosa medicina que se ingiere por el audio, llega hasta el cerebro y suena another one bites the dust de Queen, siento a Mercury bailar por mi hipotálamo antes de morir de SIDA. Engullo la comida casi mecánicamente si no fuera por las sensaciones que trae; chirmol y guacamole que saben a verano, pollo que sabe a domingo, y frijoles que saben a frijoles. 

Se acaba el almuerzo y también el concierto de Queen, cierran el telón con we will rock you, regreso a mi puesto no sin antes saludar al poli, alentándolo porque ya falta poco, lo hago como un pequeño reconfortante para mi. 

La música de mi computadora se pudre de mala, y me pudre a mi con ella pero igual uso las canciones para medir los minutos que se van; otro receso, otra vez los micro cuentos de un libro tan bueno que me regenera las partes podridas. 

Se acaba el día laboral, no hay campana que lo anuncie pero yo ya estoy con un pie afuera, más afuera que en la tumba; me subo a mi carro y veo otra vez los diez minutos, pero ahora me dicen que es temprano y que el tiempo se escurrió como sangre (porque es espesa igual que el tiempo en el trabajo), bajo los papeles de mis pendientes; es temprano, temprano para gastar el tiempo en las nubes y escribir esto que usted lee. 

miércoles, 19 de junio de 2013

Viajes

El sello se estrella con el pasaporte creando la onomatopeya del libre acceso a la tierra desconocida, al país donde eres extranjero pero me siento lugareño; 

Un alíen caminando por las rubicundas calles, confundiendo el cielo con el reflejo del mar donde se evaporan las sonrisas que se esconden tras las nubes; la mesa de un restaurante a la orilla del mar, una cerveza que suda los pormenores de la añoranza del país natal; todo se convierte en un cúmulo de emociones que hacen esbozar una sonrisa, la cual mengua la estupefacción del estar ahí, en ese lugar que emana de sus rincones pedazos de una bienvenida austera y simpática, para que tu boca haga una contorsión a manera de carcajada mientras tienes el líquido burbujeante y amargo en los bordes de los labios. 

La mochila en los hombros te hace pensar que tu vida la llevas en la espalda, y que cambia a cada paso; cada vuelta, cada bar, cada teatro y cada mirador crea la transición del contexto hacia los recuerdos que un día le contarás al que se interese por escuchar de tus anécdotas. 

Los correteos para alcanzar el vuelo, otra vez el sello del pasaporte; estar arriba de las nubes dice que estabas destinado a volar aunque no hayas nacido ave. La sonrisa cálida y amigable del guardia de seguridad, una camioneta pollera, tu cara casi besando las axilas de los que vienen dando pequeños sís al vacío, luchando con el sueño o por el sueño de llegar. 

Otra vez eres alíen, otro destino, otra vez, misión cumplida. 


martes, 18 de junio de 2013

Contaminación

Contaminación. Una palabra muy complicada para mi ya que tiene demasiados significados, no literalmente pero emocionalmente sí. La contaminación según dice el diccionario es: «Acción o efecto de contaminar» que quiere decir: «Alterar nocivamente la pureza o las condiciones normales de una cosa o un medio por agentes químicos o físicos.»; eso, alterar la pureza de una cosa, o un ser, en este caso yo. 

Camino por la calle y cuento los parabrisas de los carros en los que me gustaría estrellar mi cráneo y dejar mis ideas esparcidas por el pavimento, lleno de emociones que frustran y se combinan con los diferentes matices de desidia, de abandono, de rencor. Mucho mal para una persona tan pequeña, o de pequeño cuerpo como lo soy yo. 

Ese saltimbanco de emociones solo se traducen a una palabra: contaminación. Me contamina la negatividad, el desdén con el que el mundo genera su energía; como si en cada alba nace un nuevo odio para alimentar a la población que se desplaza reptante, anacrónico, austero para nuestras normas ya tergiversadas y se refugia en los cuerpos vacíos de la gente con la que tengo interacción.

Pero contrario a lo que imagino, no es el afuera el que me contamina, no son los miles de elementos flotando en el presente, soy yo; la contaminación nace del adentro hacia afuera. Peregrina su permanencia de manera libre dentro de mi pecho, rebotando con mis costillas y vociferando maldiciones para todo aquel que se me cruce. 

Soy antropólogo, o bueno, casi soy antropólogo pero a veces la contaminación me hace dudar de la bondad, de su existencia mejor dicho; me hace preguntarme qué tan hondo hay que cavar para poder exhumar los buenos sentimientos albergados ya únicamente en el imaginario de la humanidad. De cuando en cuando resurgen unos destellos de amor, soslayados por el día a día de la sociedad, arrancados y mutilados por el odio que cubre como nubes de tormenta hasta sofocar los buenos sentimiento. 

La contaminación puede ser efímera pero poderosa, opuesto a su polaridad que viaja en reversa, callándose en la historia y en los recuerdos. ¿Hasta dónde puede llegar la contaminación? 

domingo, 16 de junio de 2013

Somos lo que perdemos

El semáforo da luz roja, la resaca me hace retumbo en la cabeza y casi puedo saborear la espuma de la cerveza que ahora solo me hace querer vomitar, el sol atraviesa el cristal y se traduce en irritación para mis ojos; el calor, la resaca, la irritación, todo marcha al unísono sonido del motor que avanza casi reptando; con un movimiento de traslación nos transporta hacia el cementerio, no en sentido figurado, realmente vamos al cementerio; mi familia y yo, casi todos sus miembros reunidos en el espacio de color gris, en esa celda calurosa y alfombrada, yendo hacia el lugar donde descansan todos los recuerdos, los amigos, las mamás y los papás de alguien; la lista sigue porque es casi seguro que todos y cada uno de los cuerpos que yacen en el camposanto tienen un título, el cual, arrastraron hasta su muerte. En nuestro caso el imaginario tiene varios títulos, varias penas y recuerdos amargos, se le llama hijo, hermano, tío, papá, todos son sinónimos del dolor que causa el recuerdo y la ausencia. 

Al perdernos en las calles y avenidas puedo ver locales que eran y ya no son, siguen siendo negocios pero ya no el mismo, ni con la misma gente, por eso eran y ya no son; la gente se detiene frente a los locales, tal vez es el recuerdo, la nostalgia, un primer beso, una propuesta de matrimonio, una sorpresa de un ascenso, todos esos filmes guardados en la memoria y ahora evocados en un matiz grisáceo por el recuerdo de lo que ya no está, lo que ya no existe y se vuelve a guardar en el baúl del hipocampo, dejando solo el sabor, que únicamente el actor de ese filme podrá decirnos a qué sabe su recuerdo. 

Llegamos al cementerio, las colinas empinadas repletas de nombres, de fechas, de epitafios que describen de la mejor manera al recuerdo del amigo, de la novia, del sobrino pero todos describen los recuerdos ya que de lo contrario el epitafio sería algo así como: «Aquí está el cuerpo en estado de putrefacción de Jenner Santos. Que los gusanos se alimenten de su carne siempre.» O algo así; los epitafios son la manera más poética de decir que no eran tan cabrón el  o la hijueputa aquí enterrado, o enterrada, que al final de todo, era una buena persona. 

Mi abuela reza a su difunto, su hijo; eleva una oración en susurros tácitos que se unen al viento y siendo optimistas, lleguen a los oídos de Dios y se los comunique al susodicho en dónde quiera que esté. Termina sus oraciones y se sienta algo alejada de la tumba, pero deja la mirada pegada al mármol y la fecha en letras doradas; acerca la silla y acaricia nuevamente la fecha, y el nombre, primero el nombre y luego la fecha, detiene sus dedos un momento sobre la fecha, como a manera de reclamo o de pregunta, la ve pero no la entiende, no entiende cómo esa fecha la conoce, la sabe, la lloró, no entiende por qué es ella la que ve la fecha de la muerte de su hijo y no viceversa, no que la fecha la vea a ella, sino que su hijo vea la fecha de la muerte de su madre.

Se levanta y dice que nos retiremos pero su mirada continúa en la lápida, lamiendo sus bordes y sus letras color oro, tal vez con la esperanza de que la mirada lo devuelva a la vida, que lo abstraiga de ese cajón y lo saque justo como ella lo recuerda antes del cáncer. Mi papá la ayuda a levantarse de la silla, y con su mano empuñada golpea suavemente la lápida, como diciendo que lo extraña pero es muy macho para decirlo en voz alta, su mirada también se queda pegada a la lápida, acompañando a la de mi abuela, a la de su madre; ambas miradas velando un cuerpo inerte y un recuerdo en sepia, ambas unidas por el dolor y la ausencia; tomadas de la mano las miradas piden quedarse eternamente plasmadas en el recuerdo, en la tumba, en las letras color oro.

Termina el viaje al cementerio, mi hermana regresa de su escondite entre lápidas y peregrinamos nuestros cuerpos de regreso a la pequeña celda calurosa, un horno que espera pacientemente para cocer nuestros cuerpos en su interior. Alzo la mirada y allí están observándome   todos esos nombres, todas esas fechas y todos en sus letras doradas, rogando por un poco de caricia, suplicantes por que mi mirada también se quede para vigilar sus cuerpos mientras sus almas deambulan por el ayer; pequeños gestos de amor se encuentran regados por el suelo; tarjetas, flores, cartas, todas con su destinatario en letras fugaces y tiernas que hacen esbozar una sonrisa y practicar el antiguo arte del llanto, todas golpeadas por el tiempo despiadado que no perdona y al igual que los recuerdos se van deteriorando, borrando los títulos que en esencia siguen plasmados en los corazones de los remitentes; se lee un papito, un feliz día del cariño mami, te extrañamos tío y la lista sigue y los títulos siguen y los recuerdos muerden y desgarran incisivamente el corazón, haciendo doler un poco más, un poco menos. 

Subo al auto y cierro la puerta para morir lentamente bajo el sol, añorando lo que fue, pensando en lo que es y lo que será,  pensado que: Somos lo que amamos, lo que queremos, lo que extrañamos, y también, al final, somos lo que perdemos. 


sábado, 15 de junio de 2013

Espacios

Todo es espacios, espacios y más espacios. Espacios reducidos, espacios abiertos, espacios restringidos o de restringido acceso (que no es lo mismo por cierto), espacios donde existimos y convivimos, amamos, reímos o bien, donde estamos solos, en una guardia taciturna y filosófica que nos permite encontrarnos a nosotros, o que el nosotros nos encuentre. 

Anoche mientras descargaba la vejiga me sentía atrapado en la pieza color púrpura; estaba en la casa de mi amigo y  el chorro de mi pipí acrecentaba un lago dorado, protegido por sus murallas de porcelana en las que la carne caliente libra batallas para acoplarse al frío de las mañanas. Unos retumbos me hicieron levantar la cabeza, parecían martillazos y la verdad ¿quién a esa hora iba a estar martillando? Los retumbos se acompañaron de gritos y llanto que me incomodaron, trataba de concentrarme en el chorro que salía de mi miembro; pensaba lo orgulloso que me hacía el que mi orina saliera transparente, para mi eso es un gran logro porque tomando en cuenta las porquerías que viajan por mis tractos, es un milagro que todavía tenga un sistema endocrino funcional. 

No quería salir de aquél espacio, me sentía protegido en la pequeña fortaleza que despedía un fétido olor a amónico pero recordé que tenía media cerveza afuera y todavía unos cuantos cigarros en el paquete de blue ice, es gracioso porque los cigarros eran rojos pero no me alcanzaba para el paquete completo, entonces el tendero los metió en el paquete de blue ice y me los dio así. 

Los gritos seguían y el llanto continuaba, era tan fácil contrastar eso con el cuarto de mi amigo, donde bebíamos y fumábamos, alentando a las pequeñas personas atrapadas en la caja idiota; jugando, divirtiendo, como diminutos bufones que para no estar enjaulados como monos haciendo tecniquítas en un circo, se disputan la pelota entre ellos, así eran esas personitas de la caja idiota; otra cosa es que, la caja no es idiota, tampoco es idiota el que la ve, es idiota la situación que crea: una abstracción de alma y emancipación de tus facultades mentales, como si sus cables se convirtieran en tentáculos que se te pegan al cerebro, dejando el cuerpo enfrente del televisor y el cerebro adentro, atrapado con las pequeñas personitas. 

Al fin salgo del espacio pero es solo para dirigirme a otro espacio. Entro al cuarto y la indiferencia se ha apoderado de mis amigos, claro puede ser por el efecto de la caja idiota pero con un movimiento de cabeza le hago saber lo que sucede; se levanta, abre la puerta y sale del espacio, me quedo con mi otro amigo pero hay algo más en la habitación, algo que me invade, es la espuma de la cerveza que empieza a burbujear y me aprieta debajo del pantalón, otra vez las ganas de orinar, salgo y sólo veo la imagen que ahora reposa en mi cabeza, que se hizo recuerdo de humillación y es porque me sentí humillado, descubierto, tratando de alimentar el morbo y la curiosidad con la evocación de las lágrimas por los gritos; gritos y golpes evocando lágrimas, lágrimas evocando más gritos y más golpes; gritos, golpes, lágrimas, y yo, humillado y con la cerveza gimiendo por salir de la vejiga, lastimando, rasgando y quemando mis conductos para ayudar a el dolor emocional. 

Algo se me olvida o mi cabeza lo quiere reprimir. La mirada de mi amigo, mirada que ahora se pierde en el espacio del vacío; triste, melancólica, impotente, todo eso en la mirada.

Salimos del cuarto, de la casa, de ese espacio; salimos para entrar a un espacio abierto, ¿salimos para entrar? Irónico verdad. Ahora salgo de ese espacio para entrar en mi espacio, mi casa, mi cuarto, se acabaron los cigarros y también mis ganas de permanecer despierto. Me acuesto y pienso, espacio púrpura, fortaleza, cerveza, espuma, vejiga, gritos, lágrimas, pena, espacio. 




miércoles, 12 de junio de 2013

Vacío

¿Se han preguntado alguna vez qué es estar vacío? Si alguien sabe háganmelo saber porque tal vez eso es lo que tengo, un vacío. 

Es irónico porque uno camina por inercia, como si las piernas se movieran por instinto; la carcaza a la que llamo cuerpo deambula con unos ojos apagados y llenos de zozobra, escuchando los diferentes sonidos del exterior pero sin que ninguno haga mella en él. Allí están: el ladrido de un perro, la bolsa de plástico que resuena en los dientes de Rigo (el perro), unos disparos que provienen de la tele de mi hermano, pero ninguno me causa emoción alguna. 

Fumo para que el humo del cigarro llene mi pecho y no mis pulmones. Me desespera el vacío, estar inerte, sin uso, muerto en vida; algo así como las cosas que uno utiliza pero mueren cuando dejan de servir, un lavamanos, la tele de nuevo, el teléfono celular... Todo eso que tiene vida cuando está en nuestras manos, pero muere cuando no los vemos; pequeños utensilios que forman parte del vacío tácito y sus elementos.

Hace unos momentos estaba muerto, con los ojos pegados al televisor (el mío, no el de mi hermano). Los globos oculares detrás de los cristales de mis anteojos que me ayudan a traducir las imágenes a una mejor definición; ahora he transportado mi cadáver detrás de la pantalla del celular, escribiendo esto, pero el vacío no se va. Mi dedo pulgar empieza a tomar una forma ligeramente plana, tratando de engañarme, actualizando los feeds para saber si alguien me ha escrito, o para saber si alguien escribió algo que me interese mejor dicho. 

Escucho el dizzy bird  de Charlie Parker, pero la música tampoco llena el vacío, es como si el sonido resbalara de la cabeza y pasara de largo hacía la planta de los pies, dándole ritmo a mis talones; hasta el mismo Aquiles debió sentir ritmo en sus talón defectuoso cuando escuchaba la música pasar, pero no se sí también obvió el vacío que seguramente tenía en su pecho como yo. 

Se acabaron los cigarros y me falló el plan, puesto que el humo no llenó lo que quería que llenara. Si alguien sabe lo que es estar vacío que me lo diga, por piedad, pero mejor si me dicen cómo llenar ese vacío. 

Por ahora le llamaré añoranza, pues la única diferencia entre ayer (que no me sentía vacío) y hoy es que falta una persona, mi persona favorita. Creo que eso es el vacío, la ausencia, que te llena paradójicamente para sentirte hueco por dentro. 

Si se detienen a pensar todo tiene contenido, todo excepto yo, yo esta noche que seguramente será de insomnio hasta que el sueño crea que he sufrido lo suficiente, o al menos lo necesario. 

Por favor, si alguien sabe qué es estar vacío, que me lo haga saber. Muchas gracias. 

sábado, 8 de junio de 2013

Poemas del sueño

Anoche tuve un sueño que quise convertir en poema, pero ahora, lamentablemente, no recuerdo ni el sueño, ni el poema; a ver si me dices de qué se trataba el poema, o el sueño; a ver si me dices si era sueño o poema.

Estoy seguro que era de ti, digo, solo tu me haces querer hacer poesía, es decir, solo contigo sueño, o sea que mi poema es de ti, y tuya, que no es lo mismo como no es lo mismo el sueño y el poema. A ver si me dices qué era. 

Me voy a soñar de nuevo, no, me voy a acostar queriendo soñar, es decir, queriendo hacer un poema, de ti, es decir, me voy queriendo quererte un poco más. 

Al final, parece que poema y sueño, si pueden ser lo mismo cuando se tratan de ti.