El doctor la examina y le dice que inexplicablemente el cáncer regresó, trata de contener las lágrimas inexistentes y se acaricia el contorno de las cicatrices donde el sueño de los pechos solía estar, usurpa las palabras del médico con las plegarias que provienen de la capilla del hospital y se mimetizan con el aire de muerte que le quema la nariz, hace un gesto de asco mientras trata de construir el imaginario de la vida que alguna vez anheló tener.
«Su marido ya viene por usted» escucha mientras se tambalea por los pasillos infinitos del hospital, largas caminatas que diluyen la desgracia y abrazan a la muerte tras los marcos sin puertas y las ventanas sin sol, todo reunido en la penumbra que crepita en los dolores de los corazones que pierden una parte cada que la vida se escapa hacia el recuerdo y el cuerpo se deja de mover. Sale por la puerta de la emergencia y siente el sol amarillo que le calienta los pómulos, el vómito le repta desde la panza y se detiene con delicada gentileza en la punta de la lengua, trata de distraerse con la mirada indolente que la observa, puede apreciar unos ojos grandes y cafés bajo una máscara de gelatina bermellón, «no es tan grave» balbucea mientras camina errante hacia la avenida Elena, se posa junto a las flores que adornan el perfil del cementerio y llora en los suspiros del velorio que se aproxima en las caricias del dolor.
«Todo estará bien» le dice su marido mientras las palabras se combinan con el humo que sale estrepitoso del culo de la camioneta, se mece en las vueltas que calman el mareo y se aferra al brazo escuálido de su esposo que le inyecta cierta seguridad estúpida e hipócrita. Se concentra en el viaje e imagina un camino que no ha terminado de recorrer, las palabras le palpitan y le cortan como una estocada certera en el centro del pecho.
Se acuesta en la colcha sucia que le hormiguea las piernas y no puede distinguir si es su mente la que le da esos pellizcos que la entumecen y la hacen enloquecer, observa la mirada fracturada de su esposo que se quiebra alrededor de su cuerpo, siente un calor intenso que la moja en el sexo y atrae a su marido hacia su lecho, lo amarra con sus piernas e introduce el miembro erecto en su pubis que huele a hospital. Ambos explotan en un hermoso orgasmo que los une en la imaginación mientras las manos recorren los hoyos de los pechos, las caricias caen con adecuada gravedad y los cuerpos tiemblan en la intermitencia del deseo, se detienen con los ojos apesumbrados y dormitan en la suciedad del cuarto.
«Vos sabés lo que tenés que hacer» le dice ella a manera de reclamo, ambos pares de ojos expulsan tristeza líquida y salada que se pierde en el contorno de la ira y el cansancio, él toma la almohada y la deja caer dulcemente sobre la cara de su amada, llora mientras recuerda el llavero que ganó para ella, ella patalea los recuerdos y las ganas de vivir, todo se detiene súbitamente mientras los gemidos de él se apoderan del cuarto, del espacio que guarda austeridad y gritos, sonrisas y lágrimas de dolor.
Él se levanta, tropieza, maldice, llora y golpea los muebles sin sentido, escucha su voz, el eco de las palabras le retumba en la cabeza y la hace desprenderse del resto del cuerpo que siente un dolor incisivo que le corta la carne de las manos, ella le dice que todo estará bien, él escupe su recuerdo y se disculpa de manera tácita en su nueva soledad.
«Discúlpame, pero ahora, ya no te siento»