viernes, 27 de septiembre de 2013

Ya no te siento

Las sirenas ululan en la llenura de la calle y le hacen eco en el contorno de las orejas; parece que se estrellan con el cerumen acumulado en los tímpanos. Escucha los pasos apresurados de la gente en la avenida que dejan caer la tristeza en los talones, ella sabe que se dirigen a ese mundo que los hace olvidar sus penas insípidas e infladas, desvía la mirada hacia las batas blancas que le encandilan la mirada, la hipnotizan y le hacen perder el sentido de la nostalgia, examina las manchas de sangre seca en el piso mientras juega con el llavero que él se ganó en la feria; un recuerdo vago de sonrisa le invade el rostro bajo las arrugas y el cansancio pero el relámpago de la realidad la estrella con la silla y la devuelve a su soledad. 

El doctor la examina y le dice que inexplicablemente el cáncer regresó, trata de contener las lágrimas inexistentes y se acaricia el contorno de las cicatrices donde el sueño de los pechos solía estar, usurpa las palabras del médico con las plegarias que provienen de la capilla del hospital y se mimetizan con el aire de muerte que le quema la nariz, hace un gesto de asco mientras trata de construir el imaginario de la vida que alguna vez anheló tener. 

«Su marido ya viene por usted» escucha mientras se tambalea por los pasillos infinitos del hospital, largas caminatas que diluyen la desgracia y abrazan a la muerte tras los marcos sin puertas y las ventanas sin sol, todo reunido en la penumbra que crepita en los dolores de los corazones que pierden una parte cada que la vida se escapa hacia el recuerdo y el cuerpo se deja de mover. Sale por la puerta de la emergencia y siente el sol amarillo que le calienta los pómulos, el vómito le repta desde la panza y se detiene con delicada gentileza en la punta de la lengua, trata de distraerse con la mirada indolente que la observa, puede apreciar unos ojos grandes y cafés bajo una máscara de gelatina bermellón, «no es tan grave» balbucea mientras camina errante hacia la avenida Elena, se posa junto a las flores que adornan el perfil del cementerio y llora en los suspiros del velorio que se aproxima en las caricias del dolor. 

«Todo estará bien» le dice su marido mientras las palabras se combinan con el humo que sale estrepitoso del culo de la camioneta, se mece en las vueltas que calman el mareo y se aferra al brazo escuálido de su esposo que le inyecta cierta seguridad estúpida e hipócrita. Se concentra en el viaje e imagina un camino que no ha terminado de recorrer, las palabras le palpitan y le cortan como una estocada certera en el centro del pecho. 

Se acuesta en la colcha sucia que le hormiguea las piernas y no puede distinguir si es su mente la que le da esos pellizcos que la entumecen y la hacen enloquecer, observa la mirada fracturada de su esposo que se quiebra alrededor de su cuerpo, siente un calor intenso que la moja en el sexo y atrae a su marido hacia su lecho, lo amarra con sus piernas e introduce el miembro erecto en su pubis que huele a hospital. Ambos explotan en un hermoso orgasmo que los une en la imaginación mientras las manos recorren los hoyos de los pechos, las caricias caen con adecuada gravedad y los cuerpos tiemblan en la intermitencia del deseo, se detienen con los ojos apesumbrados y dormitan en la suciedad del cuarto. 

«Vos sabés lo que tenés que hacer» le dice ella a manera de reclamo, ambos pares de ojos expulsan tristeza líquida y salada que se pierde en el contorno de la ira y el cansancio, él toma la almohada y la deja caer dulcemente sobre la cara de su amada, llora mientras recuerda el llavero que ganó para ella, ella patalea los recuerdos y las ganas de vivir, todo se detiene súbitamente mientras los gemidos de él se apoderan del cuarto, del espacio que guarda austeridad y gritos, sonrisas y lágrimas de dolor. 

Él se levanta, tropieza, maldice, llora y golpea los muebles sin sentido, escucha su voz, el eco de las palabras le retumba en la cabeza y la hace desprenderse del resto del cuerpo que siente un dolor incisivo que le corta la carne de las manos, ella le dice que todo estará bien, él escupe su recuerdo y se disculpa de manera tácita en su nueva soledad. 

«Discúlpame, pero ahora, ya no te siento»

viernes, 13 de septiembre de 2013

Agusto Monterroso duerme bajo Lupe Vega

Siente la mirada caer al suelo, recorre las grietas que perecen en los pasos quedos y errantes de su cadáver que se perfila hacia la nada, perdona los sonidos vacilantes de sus talones que lo enyugan a la gravedad, da cada paso con cautela para no caer en el infinito del vacío, para no quedarse suspendido en la eternidad de los recuerdos, los ojos le saltan por las diferentes imágenes que explotan en su cara y le vomitan realidad, se detiene un momento para examinar la literatura regada por la banqueta y siente deseos de llorar, se traga las lagrimas que apaciguan el jugo gástrico que le quema la garganta y se mezclan con el sabor del cigarro que cruje mientras se consume con parsimonia.

Deja caer la carne en una banca de madera que le aplana las nalgas y le hace la espalda incomodar, permite unos hálitos grises escapar de sus labios, cancerosos, que le nublan la mirada y lo distraen de su repulsión hacia el exterior, la cabeza orbíta sobre un imaginario de embriaguez, se le entumece el cuerpo y siente la nausea revolver sus ideas, agitarlas violentamente, llamarlas a salir en forma de grito desesperado y desgarrador que arriesgan la paz hipócrita de los que suceden sin notarlo, sin saber que escruta sus grasas y sus defectos, que acaricia y lame sus senos y su sexo. Eleva su cabeza para ahuyentar el vomito y retenerlo para que merme sus sentidos embrutecedores, mugrosos caballos que lo arrastran hacia la negrura de su pecho, pesadas cadenas que lo atan a sus deseos de morir desde adentro y dejar la carcasa deambulando por el sucio recuerdo de lo que es.

Fija la mirada en la ventana y la ve, la ve mirándolo, con los ojos suplicantes y la cara triste en los contornos, dirige sus pensamientos a los pechos que sobresalen del suéter morado y feo que lleva puesto, la mirada repta a través del cristal sucio, la cara crepita en el viento que transporta sus suspiros y los dejan flotando en el frío de la tarde; vuelve la cabeza a los libros que yacen expectantes ante los pasos de los inexistentes, deja caer el recuerdo que resbala a la memoria, que se quiebra y se convierte en pedazos que mutilan las sonrisas que lloran silenciosas, extrañando las arrugas de la realidad distorsionada por el humo y las lágrimas.

Devuelve la mirada y ella ya no está, ahora solo ve la imagen estrellada en el cristal, una sonrisa espesa y burlona que se borra con la humedad del sereno que baja litigante desde el cielo, otra vez las ganas de llorar nacen y se impactan estrepitosamente en la garganta, lo hacen toser, lo hacen despreciar la mirada recalcitrante plasmada en el cristal. Se levanta y transporta su cadáver hediondo hacia la penumbra de la soledad, se agacha de nuevo, de nuevo apacigua el pecho con el vomito y la nausea, acaricia con la mirada las pastas golpeadas por el tiempo de los libros, escarba en sus bolsillos, la pobreza le quema las manos y le hace palpitar las sienes, abraza el libro y camina en la dirección de la parte más oscura de la tarde, inhala su propia fetidez y el aire frío le quema la nariz, la luz del farol le tintinea en las comisuras de los labios, se detiene unos pasos antes de la parada y la ve, el suéter morado ahora tiene piernas y un pantalón que se le mete entre las nalgas, ahora si deja escapar unas lagrimas que se estrellan en la parte interior de la boca, que aplastan las mejillas contra los dientes, le cortan la carne y hacen emanar hilos delgados de sangre que le saben a hierro, escupe su ínfima esperanza de sonrisa, da la vuelta y regresa hacia la oscuridad que cubre toda la calle.  


domingo, 8 de septiembre de 2013

Oscuridad

«No hay soledad más triste, que la soledad de dos en compañía»

Juan Carlos Onetti


La mirada se posa de manera afable sobre la lluvia que cae delgada e insolente sobre la calle que se bambolea por el alcohol, se toca la cabeza, desliza los dedos y desdibuja el contorno de su cabellera con una ligera esperanza paupérrima y austera que entraña la belleza escondida tras las cicatrices del cansancio; escucha los sonidos que hacen eco en el imaginario y destellan imágenes indolentes que se inyectan en los ojos y los hacen sangrar unas lágrimas espesas. Repite las imágenes en movimiento involuntario, vídeos dueños de los recuerdos que se anudan una y otra vez en la cabeza, momentos suspendidos en el tiempo que separan las caricias de la alegría y aprovechan el momemtum para descuartizar cada uno de los sentimientos recalcitrantes que se forman en el diafragma y se estrellan con el pecho, lo hacen tronar de una angustia que se perfila hacia la garganta y termina vomitada en las arrugas de los párpados  que traducen el insomnio. Gira la cabeza hacia la luz tintineánte del farol, abraza el vacío frío que exhibe el relieve de la carne trémula, tensa ante el fastidio de la sonrisa hipócrita que nace cada día bajo el manto del alba grisáceo, que se reparte equitativamente ante las caras impúdicas de los que viven en el ahora.

Enciende un cigarro, escucha el tabaco crujir y el fuego del encendedor le coquetea suavemente los labios y la nariz, el humo que transporta los suspiros y apacigua el toqueteo de lo que se guarda el pecho, de lo que transpira las oscuridades albergadas en la soñolienta exactitud del ser, de los vestigios de una temporalidad a la que ya no pertenece y anhela en el paralelo de su existir pomposo.

Se da cuenta de que no está sólo, que respira la presencia de lo que siempre ha estado allí, lo que siempre ha existido y forman el cadáver que deambula errante por las avenidas de la ciudad parpadeánte. Se agazapa en la oscuridad que emana de su cuerpo, que se alimenta de la grasa que crece con los años y revela el descuido de las manos sucias en los haberes del ayer.La oscuridad lo abraza, lo invita tediosamente a ser quien es y al que no dejará de ser, a ese que estalla en mil pedazos en el pavimento y flota magnánimo sobre la tristeza, sobajeando los insultos que se disparan a la carne y le cortan incisivamente el vivir. Se observa en el imaginario de los recuerdos, trata de rascar lo que alguna vez fue su nombre porque ahora aunque se llame igual ya no es él, aunque se parezca al que corre y al que bebé sin preocupación ya es alguien diferente, alguien que puede observar desde afuera los temblores del cuerpo, las muecas de sorpresa y las sonrisas que desprestigian la mirada vacilante que se pierde en la oscuridad.

La negrura de la noche repta por las comezones de la nada, crepita en la penumbra de la irritación, calla los olores que vagan por el páramo desierto de la boca, de unos dientes amarillentos que desconocen las sonrisas; a tientas describe su papada que precisa otro trago, de pronto se da cuenta que una vez más saborea la soledad que le amarga la punta de lengua, la garganta escupe los nombres de sus intimidades que le llenan de un placer morboso el sexo, el estómago, las orejas y las manos pero ninguno responde la invocación de las amígdalas y la boca, inhala la humedad espesa con olor a amoniaco y madrugada. Aprieta la lata de cerveza y ruega porque sus demonios no lo dejen solo en la oscuridad.