jueves, 29 de agosto de 2013

Esta noche no

Hojas de periódico amarillento abandonadas en la mesa, observan fechas que acarician la soledad y la extrañeza de un espacio que envejece en la ira y la tristeza. Miles de ejemplares apilados en todos los lugares posibles de la habitación, soslayando noticias que hablan de lo mismo. Cajetillas de cigarros vacías, inertes, sostenidas como vestigios de criptas donde miles de cuerpos fueron consumidos por el fuego y la desesperación; Así se acumulan las colillas en los ceniceros que revientan de cenizas; adornan la mesa como un deliberado center piece hediondo con exagerada estética para una escena tan bucólica.

Él está sentado en la mesa, con un vaso lleno en una mano y un cigarro en la boca; se abandona al transe de una imagen lejana y postiza, algo que lo invita a perderse dentro de la densidad viscosa de un recuerdo oscuro y tortuoso. Afuera se escucha el rechinar de unas llantas y un golpe seco que recorre el cuarto a oscuras, la incertidumbre recorre la habitación y se posa sobre la silueta tumefacta de la culpa que lo rodea. Esto lo hace salir de su trance… La belleza de una alucinación es interrumpida por la embestida del desastre, por el impacto valeroso de la estupidez y la desdicha; algo como si una fotografía hermosa fuera partida a la mitad por un imbécil desesperado con una motosierra.

Se levanta y ahora esculca la pila de periódicos más cercana, escupe el sabor a tabaco y licor de caña sin siquiera aminorar el paso. Se rasca la panza, revuelve los periódicos mecánicamente, levanta cadáveres, llantos, gritos, protestas, protestas y más protestas de un pueblo sometido al desencanto del mundo, pero él no sabe dónde puede estar es que busca y que no lo ha dejado respirar con tranquilidad en meses. Deja caer al suelo hojas amarillentas que hablan de política y muestran la fotografía de un payaso triste con un pulmón artificial; más hojas con listas del congreso, de los subsidios que se demanda el sector más pobre del país y la respuesta indiferente de los empresarios. Busca, busca, busca, revienta las manos y pega latigazos con los dedos hasta que se cansa y tiene que hacer una pausa, sirve un poco más de trago, un poco menos de cordura, levanta el vaso a la altura de la barbilla y después de un largo suspiro ingiere el líquido como si fuera nada; el dolor y la angustia ahora son visibles en el vidrio de sus ojos, también lo es la borrachera; se agazapa en la silla y sigue buscando, mientras trata de empequeñecerse hasta desaparecer, hasta que sus rodillas hayan tocado su nuca y así él no pueda verlo, allí, de nuevo buscando el abrazo del suplicio y su estocada llena de dolor… Sube la mirada un tan solo un poco, para poder verlo a él sin que él lo vea.

La llama del fósforo inicia la lenta defunción de otro cigarrillo, otro cuerpo que espera pacientemente unirse póstumamente al cementerio de colillas con almas ambulantes en el espacio sucio y oscuro, traducidas a ese humo grisáceo que le hace nublar la vista; sigue sin bajar la guardia, sigue estático, irónico, resoplando las virtudes que se imagina que tiene. Se acaricia la barbilla delgada y tersa, lleva el cristal a la boca y mientras el trago se desliza y quema la garganta, él se imagina degollarse a sí mismo, degollarlo a él, degollarlos a los dos, pero nada ha cambiado, sigue buscando entre los periódicos que son miles, millones; se ve a él mismo y ve al otro, ve a ambos observándose fijamente, indolentes, estoicos, delgados y con la piel llena de flagelaciones que surgen cada que ambos dos resucitan de la cruz y deciden regresar a su respectivo calvario. Esta es la primera vez que ha dejado de moverse, es la primera vez que puede pensar en algo que no sean los malditos periódicos; justo en ese punto medio donde se encuentran las miradas, afuera, estalla la intermitencia de una luz de sirena de ambulancia, como si acaso la sirena decidiera aumentar la tensión dramática y empujar el encuentro hacia la locura en su estado más puro; ahora es la luz de la sirena la que lleva el ritmo de esa guerra fría, acercando en cada destellar rojo la invariabilidad de la muerte, acercando cada vez más la imagen al rostro, al parpado, a la retina, acercándose cada vez más al deseo por terminarlo y dejar la culpa desparramada por el suelo.

Se puede escuchar el crujir del tabaco y siente el calor que le coquetea los labios, de alguna manera no encuentra lo que busca, siguen pasando las imágenes que se estrellan en los ojos como proyectiles que abanican las pestañas sin siquiera darles una meritoria atención, presta sus sentidos al vacío que siente adormecerlo, juega con el vaso casi vacío que comparte la náusea que repta por su garganta; vislumbra la imagen distorsionada del otro en el culo del vaso mientras se empina el cristal hasta ver a Cristo; se ríe y se sorprende como rápidamente la carcajada inunda el cuarto solitario lleno de luz roja intermitente, una luz tenue y abrazadora que lo invita a perderse en los rincones más oscuros para huir de él, del otro.

El alcohol ha hecho su trabajo y la inercia lo atrae a ese escondrijo que no es desconocido para él. Los pies descalzos truenan en el piso de madera mientras camina errantemente a la mesa de noche, abre la gaveta y posa la mitad de las nalgas en la orilla de la cama, la orilla que le corresponde a él y a el otro; nunca desde aquella noche fría y oscura se ha aventurado a explorar el lado frío de la habitación que le pertenecía a ella, antes de que los gritos vivos y lacerantes cortaran sus tímpanos de a tajo, ese lado que en el recuerdo, alberga las peleas y la sensación de una habitación medio vacía, ocupada por el espectro de la culpa y el abandono.

De vuelta en la mesa coloca a su acompañante de titubeos y semis desgracias en la tabla destripada de recuerdos, de gimoteos y lágrimas inútiles, destellos de rojo que nuevamente empiezan a mezclarse con el alcohol y el coqueteo de la muerte lo adornan en la melancolía y la embriaguez; al fondo una televisión reproduce imágenes muertas; unas llantas gritando y un parabrisas hecho añicos en el asfalto desnudo.

Suena otra vez el líquido que llena el vaso, cierra los ojos y trata de sostener la cabeza que le pesa y se mueve por voluntad propia, eructa confesiones a manera de disculpa y llora en silencio, se retrae y espera el invariable touché que sabe vendrá pronto. Hace un cálculo mental de los cigarros que le quedan, otra vez la mueca que indolente y llena de un valor hipócrita se asoma por el contorno de los labios, otra vez la náusea que nace en el recuerdo mutila con tal de salir, otro trago que entumece los sentidos y lo deja indefenso ante la mirada recalcitrante de él, el otro. Siguen volando las fotos en los periódicos; dinero, juegos de pelota, una receta de una mujer con cara de esqueleto, pero él sigue sin encontrar lo que busca, sabe lo que es porque lo ha visto incontables veces, pero nunca ha dejado de carcomerle las entrañas cuando llega; le crea comezón en los huevos, le destiñe la mirada y la reduce a un poco menos de una tristeza superficial, congelada en la desdicha y la soberbia.

El escrutinio le cierra la garganta, pero deja escapar una tos que calma con otro trago; la soledad se arrastra hasta el pecho y muerde incisivamente la carne, le duele las sobadas de la memoria, la mirada del otro le palpita en las sienes, los ojos de él lo siguen en cada movimiento, beatifican su cabeza y le rinden culto cada que se inclina para recibir el golpe que endulza los labios y le quema la garganta, el esófago, viaja y le hace arder el ano. Ya no lo puede soportar.

Toma el revólver que dejó sobre la mesa, lo ve con indiferencia y de nuevo está en esa misma realidad absurda, ese vodevil en donde el reflejo del otro sonriendo aparece en el cañón, esperando ese preciso momento, ese instante que parece sempiterno ante la lucha interminable de ellos. Jala el martillo, humedece la punta del revólver con el cielo de su boca; piensa en ella, en su mirada vacilante que le retuerce el pecho, que destapa el cráneo y deja expuesto ese mar negro que lleva dentro; un recuerdo que zumba en la estúpida imaginación y le llena la cara de agujeros.

Duda, tiembla, deja escapar un sollozo seco y lleno de odio, se decide por fin acabar con la escena y pone su dedo en el gatillo, grita desesperado «LOVERS GO HOME» que rebota en la especialidad solitaria de la mugre, grita lo suficientemente alto para asegurarse que el otro lo escuche; obedece a su fantasma y presiona suavemente el gatillo... ¡Click! Suelta el revólver y lo deja caer sobre la imagen que nunca encontró, aspira profundamente y exhala lo que pudo ser su último hálito albergado en los pulmones, piensa en la vergüenza de la bala que no estaba en la recámara, asegura que la bala está permutada en el limbo de la noche y la madrugada y que se perdió en para que nunca pueda escapar de su destino.

Llena el vaso y ve la mirada del otro; le revuelve las vísceras, le acomoda los sentidos, baja la mirada y encuentra el titular, “Trágico accidente automovilístico termina con la vida de una joven”, al pie de la foto dice: “esposo es declarado inocente puesto que en el hospital no pudieron comprobar que el nivel de alcohol excedía el límite.

Nuevamente la figura negra y burlona se posa bajo el marco de la puerta. Él sabe lo que el otro le quiere decir, no necesita intercambiar palabras con su locura para corroborar que, esta noche no.

sábado, 24 de agosto de 2013

Fotografias

Inertes opacas, llenas de miradas vacías y momentos suspendidos en el tiempo. Podemos observar a los que están pero dejaron de ser, los que viven fuera de su piel sosteniendo una sonrisa eterna que se les escapa en la memoria. 

Pasa la página del álbum y verás la de alguna fiesta en la que no estabas, con las botellas de coca cola y los gorditos de venado especial, carcajeándose en silencio; a un lado un bolo dormido que dicen que es tu tío, unas boquitas que adornan la mesa y un estéreo que pasa los corridos de Los Tigres del Norte. La fotografía no muestra los golpes que te propinó el borracho de tu padre, ni los gritos que le despachó a tu madre, pero no necesitas una foto para eso porque lo recuerdas vivamente, un video que rebota por la cabeza y se diluye con el trago que acompaña tu llanto solitario. 

Otra página y te encuentras con la que está rota, esa ida al zoológico que tu mamá costeó a base de hacer malabares con el gasto, se llevó a tu primo favorito pero él le recuerda que odia a la familia de tu papá, no tiene nada contra el infante pero lo detesta por lo que representa, sabes que la mirada triste y apartada de tu primo pertenece a esa foto, pero las manos trémulas y sudorosas de tu madre decidieron no hacerlo parte del recuerdo. 

Sigues discurriendo las páginas por tus yemas y ves la cara de tu abuelo, recuerdas las galletas y las caminatas interminables por los callejones de la zona uno, la visita a la casa de tu tía y el «si me hace el favor» que tienes como dogma cada que te ofrecen algo; unas lágrimas se escabullen por tus mejillas y regurgitas las pequeñas imágenes de la cama del hospital dónde lo intentaron salvar. ¿Qué le vas a hacer? La vida dice que cuando uno es viejo se muere pero no te dice que la muerte le duele al ajeno, al que se queda soportando las miradas de consuelo, los pésames que te muerden incisivamente el pecho, las eyaculaciones de remembranzas en forma de pesadilla que te despiertan en la noche y te hacen temblar y llorar y querer abrazar al vacío inexistente; pero toda la condescendencia no te ayuda a besar lo que invariablemente ya no forma parte de este mundo, el consuelo no entiende que un pedazo de ti se queda encerrado entre el nicho, la lápida y el cemento; no sabes si decir adiós o seguir llorando porque nunca sopesaste lo hermoso de un abrazo y una caricia, nunca exhalaste un «te quiero» y no sabes si él lo escuchó cuando te acercaste a la cama y le suplicaste para que no se fuera, que se quedara para que te leyera las parábolas que tanto le gustaba contarte; te agita ese querer tan egoísta, te aturde y te confunde, no entiendes o no quieres entender. Al final solo puedes decir que lo extrañas y por eso mojas las fotos con tu gemidos húmedos y tácitos.

Entre llantos y sonrisas encuentras la foto de tu tío, no el bolo sino el que murió de cáncer, aunque este también era bolo; acaricias sus contornos rubicundos con la mirada, exploras su panza y piensas que no se parece al que llevaste a sus citas con el médico, al que esperabas media hora en la sala de espera para que le hicieran la quimioterapia, al que ayudaste a cambiar el pañal cuando era poco más que un cadáver que respiraba, que te preguntaba con la mirada si lo habías perdonado por haberte maltratado pero tu no tenías el valor de sostener la cabeza erguida y sollozabas disculpas por haberlo insultado; pero ahora no importaba porque él ya no articulaba, divagaba y te balbuceaba rencores, te señalaba el lugar que se utiliza para colocar el árbol de navidad que se ganó en un convivió. Ya no importa, porque él también solo existe en  las fotos que sigues pasando.

Te duele pero quieres seguir y te encuentras con la que te aplasta, la que te quiebra, la que te convierte en cientos de pedazos que flotan dispersos en la suciedad, puedes sentir el aroma del dolor y la nausea te sube por la garganta. Una foto familiar; están tus hermanos, tus papás y tú. El dolor se convierte en baba y te repta por el pecho. Todos sonríen, la ocasión no la piensas porque tratas de escarbar la última sonrisa colectiva que almacenaste en el hipocampo pero no la encuentras, es un agujero que sólo chupa la vida que te quedaba, te cuesta imaginar a tus papás abrazados, cariñosos, afirmas que es ficción porque no puede existir un pedazo de tiempo en que hayan sido una familia. Sólo retraes golpes, insultos, camaradería condescendiente. Tratas de unir el rompecabezas que te hace sudar las manos y las sonrisas se resbalan de tus dedos, te hacen gemir, patalear, romper; bien podrías cortar el pequeño cartón y sería más realista, pero no lo haces, sólo tratas de recoger los pedazos más grandes de tu ser, que regados por el pasillo desgraciado del recuerdo, te grita que eso ya no existe y nunca jamás existirá. 

Y ahora, te ves ti, a ese extraño que raramente observas en el espejo, ese que te aterra, te dobla, te sonríe maliciosamente, te explica que en algún momento no te preocupabas por esas imágenes porque eras parte de ellas pero ahora solo regresan en forma de tormento y embriaguez. No se parece a ti, las mejillas no tienen los vestigios de las lágrimas, los nudillos no están hinchados de las peleas, tiene la boca cerrada y no está insultando a nadie. No eres tu, es sólo una fotografía.