Hojas de periódico amarillento
abandonadas en la mesa, observan fechas que acarician la soledad y la extrañeza
de un espacio que envejece en la ira y la tristeza. Miles de ejemplares
apilados en todos los lugares posibles de la habitación, soslayando noticias
que hablan de lo mismo. Cajetillas de cigarros vacías, inertes, sostenidas como
vestigios de criptas donde miles de cuerpos fueron consumidos por el fuego y la
desesperación; Así se acumulan las colillas en los ceniceros que revientan de cenizas;
adornan la mesa como un deliberado center piece hediondo con exagerada estética
para una escena tan bucólica.
Él está sentado en la mesa, con
un vaso lleno en una mano y un cigarro en la boca; se abandona al transe de una
imagen lejana y postiza, algo que lo invita a perderse dentro de la densidad
viscosa de un recuerdo oscuro y tortuoso. Afuera se escucha el rechinar de unas
llantas y un golpe seco que recorre el cuarto a oscuras, la incertidumbre
recorre la habitación y se posa sobre la silueta tumefacta de la culpa que lo
rodea. Esto lo hace salir de su trance… La belleza de una alucinación es
interrumpida por la embestida del desastre, por el impacto valeroso de la
estupidez y la desdicha; algo como si una fotografía hermosa fuera partida a la
mitad por un imbécil desesperado con una motosierra.
Se levanta y ahora esculca la
pila de periódicos más cercana, escupe el sabor a tabaco y licor de caña sin
siquiera aminorar el paso. Se rasca la panza, revuelve los periódicos
mecánicamente, levanta cadáveres, llantos, gritos, protestas, protestas y más
protestas de un pueblo sometido al desencanto del mundo, pero él no sabe dónde
puede estar es que busca y que no lo ha dejado respirar con tranquilidad en
meses. Deja caer al suelo hojas amarillentas que hablan de política y muestran
la fotografía de un payaso triste con un pulmón artificial; más hojas con
listas del congreso, de los subsidios que se demanda el sector más pobre del
país y la respuesta indiferente de los empresarios. Busca, busca, busca, revienta
las manos y pega latigazos con los dedos hasta que se cansa y tiene que hacer
una pausa, sirve un poco más de trago, un poco menos de cordura, levanta el
vaso a la altura de la barbilla y después de un largo suspiro ingiere el
líquido como si fuera nada; el dolor y la angustia ahora son visibles en el
vidrio de sus ojos, también lo es la borrachera; se agazapa en la silla y sigue
buscando, mientras trata de empequeñecerse hasta desaparecer, hasta que sus
rodillas hayan tocado su nuca y así él no pueda verlo, allí, de nuevo buscando
el abrazo del suplicio y su estocada llena de dolor… Sube la mirada un tan solo
un poco, para poder verlo a él sin que él lo vea.
La llama del fósforo inicia la
lenta defunción de otro cigarrillo, otro cuerpo que espera pacientemente unirse
póstumamente al cementerio de colillas con almas ambulantes en el espacio sucio
y oscuro, traducidas a ese humo grisáceo que le hace nublar la vista; sigue sin
bajar la guardia, sigue estático, irónico, resoplando las virtudes que se
imagina que tiene. Se acaricia la barbilla delgada y tersa, lleva el cristal a
la boca y mientras el trago se desliza y quema la garganta, él se imagina
degollarse a sí mismo, degollarlo a él, degollarlos a los dos, pero nada ha
cambiado, sigue buscando entre los periódicos que son miles, millones; se ve a
él mismo y ve al otro, ve a ambos observándose fijamente, indolentes, estoicos,
delgados y con la piel llena de flagelaciones que surgen cada que ambos dos resucitan
de la cruz y deciden regresar a su respectivo calvario. Esta es la primera vez
que ha dejado de moverse, es la primera vez que puede pensar en algo que no
sean los malditos periódicos; justo en ese punto medio donde se encuentran las
miradas, afuera, estalla la intermitencia de una luz de sirena de ambulancia,
como si acaso la sirena decidiera aumentar la tensión dramática y empujar el
encuentro hacia la locura en su estado más puro; ahora es la luz de la sirena
la que lleva el ritmo de esa guerra fría, acercando en cada destellar rojo la invariabilidad
de la muerte, acercando cada vez más la imagen al rostro, al parpado, a la
retina, acercándose cada vez más al deseo por terminarlo y dejar la culpa
desparramada por el suelo.
Se puede escuchar el crujir del
tabaco y siente el calor que le coquetea los labios, de alguna manera no
encuentra lo que busca, siguen pasando las imágenes que se estrellan en los
ojos como proyectiles que abanican las pestañas sin siquiera darles una
meritoria atención, presta sus sentidos al vacío que siente adormecerlo, juega
con el vaso casi vacío que comparte la náusea que repta por su garganta;
vislumbra la imagen distorsionada del otro en el culo del vaso mientras se
empina el cristal hasta ver a Cristo; se ríe y se sorprende como rápidamente la
carcajada inunda el cuarto solitario lleno de luz roja intermitente, una luz
tenue y abrazadora que lo invita a perderse en los rincones más oscuros para
huir de él, del otro.
El alcohol ha hecho su trabajo y
la inercia lo atrae a ese escondrijo que no es desconocido para él. Los pies
descalzos truenan en el piso de madera mientras camina errantemente a la mesa
de noche, abre la gaveta y posa la mitad de las nalgas en la orilla de la cama,
la orilla que le corresponde a él y a el otro; nunca desde aquella noche fría y
oscura se ha aventurado a explorar el lado frío de la habitación que le
pertenecía a ella, antes de que los gritos vivos y lacerantes cortaran sus tímpanos
de a tajo, ese lado que en el recuerdo, alberga las peleas y la sensación de
una habitación medio vacía, ocupada por el espectro de la culpa y el abandono.
De vuelta en la mesa coloca a su
acompañante de titubeos y semis desgracias en la tabla destripada de recuerdos,
de gimoteos y lágrimas inútiles, destellos de rojo que nuevamente empiezan a
mezclarse con el alcohol y el coqueteo de la muerte lo adornan en la melancolía
y la embriaguez; al fondo una televisión reproduce imágenes muertas; unas
llantas gritando y un parabrisas hecho añicos en el asfalto desnudo.
Suena otra vez el líquido que
llena el vaso, cierra los ojos y trata de sostener la cabeza que le pesa y se
mueve por voluntad propia, eructa confesiones a manera de disculpa y llora en
silencio, se retrae y espera el invariable touché que sabe vendrá pronto. Hace
un cálculo mental de los cigarros que le quedan, otra vez la mueca que indolente
y llena de un valor hipócrita se asoma por el contorno de los labios, otra vez
la náusea que nace en el recuerdo mutila con tal de salir, otro trago que
entumece los sentidos y lo deja indefenso ante la mirada recalcitrante de él,
el otro. Siguen volando las fotos en los periódicos; dinero, juegos de pelota,
una receta de una mujer con cara de esqueleto, pero él sigue sin encontrar lo
que busca, sabe lo que es porque lo ha visto incontables veces, pero nunca ha
dejado de carcomerle las entrañas cuando llega; le crea comezón en los huevos, le
destiñe la mirada y la reduce a un poco menos de una tristeza superficial,
congelada en la desdicha y la soberbia.
El escrutinio le cierra la garganta,
pero deja escapar una tos que calma con otro trago; la soledad se arrastra
hasta el pecho y muerde incisivamente la carne, le duele las sobadas de la
memoria, la mirada del otro le palpita en las sienes, los ojos de él lo siguen
en cada movimiento, beatifican su cabeza y le rinden culto cada que se inclina
para recibir el golpe que endulza los labios y le quema la garganta, el esófago,
viaja y le hace arder el ano. Ya no lo puede soportar.
Toma el revólver que dejó sobre
la mesa, lo ve con indiferencia y de nuevo está en esa misma realidad absurda,
ese vodevil en donde el reflejo del otro sonriendo aparece en el cañón,
esperando ese preciso momento, ese instante que parece sempiterno ante la lucha
interminable de ellos. Jala el martillo, humedece la punta del revólver con el
cielo de su boca; piensa en ella, en su mirada vacilante que le retuerce el
pecho, que destapa el cráneo y deja expuesto ese mar negro que lleva dentro; un
recuerdo que zumba en la estúpida imaginación y le llena la cara de agujeros.
Duda, tiembla, deja escapar un
sollozo seco y lleno de odio, se decide por fin acabar con la escena y pone su
dedo en el gatillo, grita desesperado «LOVERS
GO HOME» que rebota en la especialidad solitaria de la mugre, grita lo
suficientemente alto para asegurarse que el otro lo escuche; obedece a su
fantasma y presiona suavemente el gatillo... ¡Click! Suelta el revólver y lo
deja caer sobre la imagen que nunca encontró, aspira profundamente y exhala lo
que pudo ser su último hálito albergado en los pulmones, piensa en la vergüenza
de la bala que no estaba en la recámara, asegura que la bala está permutada en
el limbo de la noche y la madrugada y que se perdió en para que nunca pueda
escapar de su destino.
Llena el vaso y ve la mirada del
otro; le revuelve las vísceras, le acomoda los sentidos, baja la mirada y
encuentra el titular, “Trágico accidente automovilístico termina con la vida de
una joven”, al pie de la foto dice: “esposo es declarado inocente puesto que en
el hospital no pudieron comprobar que el nivel de alcohol excedía el límite.